Complemento circunstancial
A mí me gusta la fruta
A veces adornamos nuestros discursos con citas literarias y, a veces, no hay más remedio que decir las cosas de una manera más clara, aunque sea menos elegante
A todos nos pasa. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais, o algo parecido, que decían en Blade Runner, aunque no estoy muy segura de que la cita sea literal. Yo he visto a catedráticos de Literatura replicar en sus redes sociales un «testamento» ... de García Márquez —más falso que una moneda de cinco euros y más empalagoso que un algodón de feria— y quedarse tan tranquilos; he visto a gente citar a Blas de Otero con una canción de Víctor Manuel, y he caído —cómo no— en la tentación de decir más de una vez aquello de «ladran, luego cabalgamos» como si hubiese salido de la pluma de Cervantes. A todos nos pasa, al hablar o al escribir, porque estamos convencidos de que metiendo una cita literaria se nos ve menos el pelo de la dehesa. Lo hacemos para impresionar, para alardear o para dárnoslas de intelectuales y lo hacemos en el trabajo, en la barra del bar y hasta en el Parlamento. No es nada nuevo, ni exclusivo de las redes sociales, no vaya a pensar que también en esto hemos inventado el mundo, porque desde que el mundo es mundo, se vienen repitiendo las citas falsas o las, llamémoslas, atribuciones literarias. Basta recordar que Gerald Krieghofer ha llegado a reunir más de 500 citas falsas de conocidas personalidades, que siguen repitiéndose sin solución de continuidad.
Churchill, Einstein, Napoleón, Maquiavelo, Voltaire, Brecht, Gandhi, Martin Luther King, Kafka, han pasado a la historia por decir cosas que nunca dijeron, y seguramente, nunca pensaron. «Parece estar en la naturaleza del hombre adornarse con citas de otros y presentarse ante los demás como una persona culta», dice Krieghofer. No le falta razón, un chiste siempre nos parecerá más gracioso si creemos que es de Chiquito de la Calzada. Y así nos va. Circula por las redes una frase que dice «Las mujeres educadas raramente hacen historia» y que se atribuye a Marilyn Monroe, Margaret Thatcher, Hillary Clinton, Ana Bolena, o Eleanor Roosvert, sin que nadie se haya molestado en comprobar que su autora es Laurel Thathcer Ulrich, porque parece mucho más motivacional si lo dice Meryl Strepp, a la que también se le atribuye.
Luego pasa lo que pasa, usted lo ha visto igual que yo. Begoña Villacís —aquella concejala— leyó para conmemorar el Día del Libro en Madrid un texto «de Cervantes» que nunca escribió Cervantes. Gabriel Rufián lleva años citando a «Unamuno» —lo hace casi siempre y casi siempre mal— y el pasado martes Núñez Feijóo y Pedro Sánchez se llevaron el premio al «machadiano» del año citando al cantautor Ismael Serrano, cuando podrían haber quedado como reyes si, en vez de citar el proverbio VII, hubiesen echado mano del LIII, más acorde a los tiempos que vienen.
A todos nos pasa. A veces adornamos nuestros discursos con citas literarias por quedar bien y, a veces, no hay más remedio que decir las cosas de una manera más clara, aunque sea menos elegante. Y sí, a mí también me gusta la fruta.
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