Cardo máximo
Exageraciones
Vivimos en un mundo exagerado donde no cabe la medida que el pudor, la modestia, la tradición moral y zarandajas de ese estilo imponía para bien y para mal
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Iniciar sesiónProbablemente, esta columna vaya a contrapelo de esa corriente de pensamiento que invita a escucharse a sí mismo, a pensar en uno y a aumentar la autoestima. Tranquilo, no va de autoayuda ni de psicología barata, que es el riesgo que se corre cuando se ... tira por esa trocha del autoconocimiento y la autorrealización, sino que va de la huelga del metal de Cádiz tras una larga cambiada que trato enseguida de justificar.
La idea de este artículo me la dio ayer el primer párrafo de un reportaje del periódico hermano 'La voz de Cádiz': «Cádiz no sufre una conspiración del universo en solitario. Ni Vigo, ni Algeciras o Avilés, Bilbao ni Nápoles. Ni cualquier lugar, cualquier vecindario es tan distinto a otro a miles de millas náuticas». Touché. No somos tan diferentes ni tan exclusivos ni tan originales ni tan creativos ni tan imprescindibles ni tan despampanantes ni tan únicos como creemos. Pero todos nos escuchamos demasiado y pretendemos que nuestros problemas son los más importantes y los únicos merecedores de la atención del planeta entero. Somos violecitas, apenas fragantes que no levantan una cuarta del suelo, pero nos creemos lirios trompeteros dignos de todos los elogios. Ay, somos nada. Pero eso sí, una nada soberbia.
Vivimos un mundo exagerado, donde no cabe la medida que el pudor, la modestia, la tradición moral y zarandajas de ese estilo que nos parecen de otro siglo –lo son, no cabe duda– imponía para bien y para mal, pero que servía para calibrar el alcance de las cosas en comparación con una falsilla sobre la que escribíamos nuestra propia historia personal. Ocurrió que destruimos las falsillas, abominamos de las pautas y desechamos las comparaciones para erigirnos en soles en torno al que tienen que orbitar todos los demás. Mi convenio, mi problema, mi factura a fin de mes, mi enfermedad, mi plaza de aparcamiento, mi empleo, mi casa, mis hijos, mi neurosis, mi diversión, mi dinero, mi satisfacción personal… todo eso va por delante de lo mismo, pero de los demás.
Y así llegamos a este punto de la sociedad exagerada, donde todo tiene que armar follón, donde no eres nadie si no se te ve, donde el buen paño en el arca no se vende, donde hay que trompetear la limosna con una foto en el periódico y todo tiene que exhibirse, pesarse, imponerse. También los buenos sentimientos. Probablemente, no hay motivo para meter fuego, como decía el alcalde incendiario de Cádiz, cuando se discuten puntos de subida en el convenio. No somos tan diferentes pero nos hemos acostumbrado a exagerar lo mismo que los delanteros en el área por si les pitan penalti a favor. En el fondo, todo se reduce a eso: a que el árbitro nos premie y castigue al oponente. Sólo que Job nos enseñó a no exagerar ni cuando desaparece la sombra del ricino.
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