QUEMAR LOS DÍAS

De lujo

No hay, en realidad, nada más contrario al lujo que la abundancia de dinero

Dio bastante que hablar el tuit publicado este verano por un bróker que se había gastado 4.000 euros en un restaurante de Marbella. Al fotografiar la cuenta, quejándose de que le reclamaran propina después de abonar más de 300 euros en concepto de servicio, ... el bróker dejó al desnudo su zafiedad. Entre otras alegrías, se había gastado 2.000 euros en sendas botellas de Dom Perignon, y otros 1.000 en algunas más de Möet Ice.

Leí al individuo defenderse de las críticas, alegando que él ganaba dinero suficiente como para permitirse semejantes dispendios. Lo que no conseguía quitarse de encima era el tufo a vulgaridad.

El dinero es voraz por naturaleza, y en su deseo de comprarlo todo, también lo ha intentado siempre con el buen gusto. Pero la mayor parte de los tipos con mal gusto que me he cruzado en la vida tenían bastante dinero. Nunca olvidaré, por ejemplo, la fiesta de graduación universitaria a la que asistí que cierto presidente de club deportivo organizó para su hijo: un catálogo de excesos chirriantes más parecido a una boda de un capo rumano que a una celebración académica. Conocí a un directivo que siempre pedía el whisky más caro de la carta para mezclarlo con Coca-Cola.

Otra cosa que tiene el dinero es que se aburre de sí mismo. Y entonces acaba haciendo el ridículo. En algunos restaurantes top se ha puesto de moda ofrecer patatas fritas con huevo, que cobran a precio de marisco. Lo bueno es que no produce ácido úrico. Lo malo, que se te pone cara de idiota. En su extravío hacia el aburrimiento, la frivolidad suele ser una herramienta recurrente de la gente rica. La marca de supermercados Lidl, por ejemplo, sacó unas zapatillas deportivas a poco más de 10 euros. Vestir un calzado tan low cost resultaba irresistiblemente chic; tanto que ahora, en eBay o Wallapop, las zapatillas se cotizan por encima de los 1.000 euros.

Opino que no hay nada más contrario al verdadero lujo que la abundancia de dinero. Porque el lujo no está en los objetos, sino en el sujeto; en nuestra propia capacidad de apreciarlo. Nunca he probado el Dom Perignon, pero este verano, durante una de las calurosas noches de agosto, desde el interior de la piscina Toi de mi azotea y mientras disfrutaba de un gintónic bien frío, vi tres perseidas. Una tarde, contemplamos la puesta de sol desde un chiringuito de Punta Umbría casi vacío, y en los altavoces, milagrosamente, sonaba el Moondance de Van Morrison. En una playa del Cabo de Gata, con unas gafas de bucear baratas, me pareció como si nadara dentro de un acuario, y en Isla Cristina comí coquinas recién recogidas por un mariscador con el que regateamos el precio en la misma orilla. En todos esos instantes sentí que la vida era un lujo. Un lujo barato, pero a la vez carísimo, desde luego inasequible para todos esos millonarios que confunden gusto con dinero.

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