TAL VEZ FELICES

Silencio en la memoria

Recuerdo más las ausencias porque colorean sonoros huecos

La historia está manchada de sigilos, porque también se nutre de lo que no sucede. Recuerdo a Alberto García Reyes, director de esta casa, indignado porque un saetero excedido en el tiempo había impedido que El Lebrijano y José de la Tomasa le cantaran a ... La Macarena a su paso por la calle Feria, como tenían previsto. A los meses murió El Lebrijano, por eso aquel momento histórico no fue jamás. Y lo recuerdo especialmente estos días, cuando se cumplen dos años desde que Pansequito no se estrenó en esto de la saeta en aquella exaltación del teatro Lope de Vega. Estaba anunciado, pero no pudo asistir al final. A veces recuerdo más las ausencias porque colorean sonoros huecos.

Recuerdo una tarde de lluvia por televisión. Martes Santo. 2011. Los Javieres amaga, pero el cielo no permite. Y después, la nada: otro silencio, como el que cantara Cantores tras la pérdida de una voz rota, la de Pascual González, su ideólogo. Qué digo: el nuestro. Experto en todo aquello que late sin decir, que ocurre al reverso, imaginó por sevillanas un Cachorro que estremece precisamente por lo que no ve: ni Sevilla ni Triana. Si acaso, los balcones y las tejas de la cava que quedan al rabillo de su gesto agónico. La Semana Santa de esta ciudad es por eso, en parte, de los que forzosamente se la pierden. De los que ya no están. También de las hermandades que no pueden realizar su estación de penitencia; por fortuna, hasta este día, ninguna.

Recuerdo más el silencio que la marcha. La idea de abrirse espacio en aquella plaza por encima de la propia llegada del Cristo. Recuerdo al niño que no fui como el que hubiese sido. La quietud de la espera. Mi sobrecogimiento porque al Gran Poder ya le rezaran hace cuatro siglos y a García Reyes, de nuevo, pregonando cómo descubrió uno de los misterios que encierra esa talla: en la emoción de un hombre ciego, que lo vio todo en un crujir. La historia está sesgada si solo atiende a lo urgente e inmediato. Lo que ocurre es otra cosa: el silencio, no el canto. El ojo no, la mirada.

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