PÁSALO

El regreso

Deshacer las maletas es empezar a normalizar lo que hasta ahora fue excepcional

Todo te hacía presagiar que el tiempo estaba cumplido. Las distintas cenas de despedidas con los amigos, cierta melancolía septembrina anticipada en tus paseos por las playas, las confidencias más íntimas a una puesta de sol que ardía en rojos pompeyanos por poniente, un indisimulable ... mal humor sobrellevado por la experiencia de lo inevitable y el respingo chocante de ver las maletas en el altillo esperando a que te decidieras darles uso para el regreso. Ese día es hoy. O quizás lo fuera ayer o hace una semana. Lo importante es que, cuando abriste las maletas en tu palacio de invierno, algo detectaste en el radar de la memoria, quizás el olor de una rama de espliego, la naturaleza muerta de una concha atlántica o un fogonazo de luz de una playa de Sorolla atrapada en un bañador. Abrir las maletas tras el regreso es volver un poco adonde viniste para ser libre, feliz y millonario en sentimientos. Recreando fugazmente, a esa velocidad que tiene la luz de la memoria, la majestad omnipotente que respiraste en cabo Sardao, el añil y blanco del caserío de Zambujeira do mar, las árticas temperaturas del mar de la playa de Malhao o el paladar con el que tratan a las lubinas a la brasa los cocineros de casa Luís, en el camino costero de Sines. Todo eso y mucho más, asuntos todos que van del corazón al corazón, salen de las maletas de regreso, las que acabamos de abrir hace unas horas para empezar a normalizar lo que fue excepcional.

El reloj recobra su tiranía, las citas son inaplazables, las obligaciones inexcusables, el sosiego es un lastre y los paseos son los que nos faltan porque se quedaron en aquella playa, donde las espumas del mar borraron el rastro con un encaje de plata. Las puestas de sol se archivaron en la memoria del móvil. Y los besos soñados que son los mejores se los llevaron los más jóvenes de la tribu, ritualizando el verano como ese tiempo donde se canta, se baila, se bebe, se vive y se besa con los labios en sal de una juventud apabullante. También sale de esas maletas que acabas de abrir o te quedan muy pocas horas para hacerlo, otras despedidas que, igualmente, agreden al miocardio. La de los hijos que te abrazaron en el aeropuerto porque trabajan lejos, Londres, Bruselas, Miami, Lisboa y que pasaron el verano contigo, dejando a su marcha una punzadita jodedora y melancólica, esa sequía que pide ron…

Es significativo el hecho de la cantidad de familias que tienen a sus hijos trabajando lejos de su hogar. Eso, en principio, me parece tan bueno para ellos como para su experiencia laboral. Lo chocante es que aquí, en sus geografías más a mano, les cueste un mundo encontrar un sitio donde doblarla. Es buenísimo que se marchen porque quieran marcharse. No lo es tanto que lo tengan que hacer porque aquí, excepto en la agricultura doméstica de la hierba risueña, cultivo arrollador y enrollador, no resulta fácil encontrar plaza para hacerlo, más allá de la del Pan que todos conocemos. Eso también sale de las maletas del regreso porque ellos son la viva estampa del ocaso laboral. Como los vendimiadores de los sesenta, nuestros hijos, con dos idiomas y doble grado, también emigran con sus maletas llenas de sueños que aquí no se dan…

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