Entrevista
José Juan Ruiz: «El poder ya no se mide por el PIB, sino por la capacidad de coerción»
retos para un nuevo mundo
El economista y presidente del Real Instituto Elcano reflexiona sobre el fin de la interdependencia global y la crisis de las democracias: «Pasamos de un juego de suma positiva a otro de suma cero. Y eso cambia todas las reglas conocidas»
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Iniciar sesiónHabla con serenidad, con un tono que alterna la ironía y la advertencia. José Juan Ruiz (Tarancón, 1957), economista y técnico comercial del Estado, es una de las voces más lúcidas en el debate sobre el futuro del orden global. A lo largo de ... su vida profesional ha ocupado puestos en el Ministerio de Economía, trabajado en el sector privado -economista jefe en Argentaria, AFI y Banco Santander en América Latina- y ha sido el economista jefe y director del Banco Interamericano de Desarrollo. Su mirada mezcla erudición histórica, rigor académico y una convicción humanista: que las sociedades se sostienen en la cooperación más que en la confrontación.
-Hace unos años usted anticipó que lo geopolítico acabaría imponiéndose a lo económico. ¿Cómo interpreta este giro del mundo tras el regreso de Trump?
-Independientemente de Trump, el mundo ha girado. Hemos pasado de una etapa en la que la interdependencia era el gran activo -los países más exitosos eran los más abiertos, integrados y productivos- a otra en la que la interdependencia se percibe como un riesgo. Cuanto más autosuficiente y autónomo seas, más protegido estás. Esa transición no es inocua: hemos cambiado la prioridad del crecimiento por la de la seguridad. Y eso traslada el centro de gravedad del mundo desde la economía hacia la política.
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-¿Se ha roto la lógica de la cooperación internacional?
-Se ha transformado. Durante dos siglos, desde Adam Smith y los economistas escoceses, la cooperación se veía como un juego de suma positiva: la prosperidad de uno contribuía al bienestar de todos. Hoy vivimos en un mundo de juegos de suma cero, donde el poder es finito y para que alguien gane, otro debe perder. Ese cambio conceptual tiene consecuencias brutales. Las instituciones creadas para sostener el orden de la interdependencia -la OMC, el FMI, la propia ONU- se perciben ahora como obsoletas o parciales. Y el discurso del poder sustituye al del crecimiento.
-¿No hay margen para el optimismo? Usted suele citar al reciente premio nobel Joel Mokyr y su defensa de «la cultura del crecimiento».
-Mokyr nos recuerda que el progreso surge de la colaboración. La República de las Letras del siglo XVIII, en la que científicos de distintos países compartían descubrimientos, fue el germen de la Revolución Industrial. El conocimiento es un bien público, y esa idea es la que deberíamos preservar. La competencia no es el problema, el problema es la desconfianza. La innovación siempre ha sido parte de la economía; lo que ha cambiado es el espíritu. Ahora se compite por poder, no por mejorar.
-Ha escrito que el poder económico ya no se mide por el PIB sino por la capacidad de coerción. ¿Qué significa eso en términos concretos?
-Que la fuerza de un país ya no se evalúa solo por su riqueza, sino por su capacidad de imponer reglas, de condicionar el comportamiento de otros. España, por sí misma, no tiene ese poder. Lo tiene en la medida en que forma parte de Europa. Europa, como dijo un economista belga, está compuesta de dos tipos de países: los pequeños que lo saben y los pequeños que aún no lo saben. Nuestra capacidad de influencia depende de reforzar la integración, no de fingir que podemos actuar solos.
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«Antes los países eran permanentes y los líderes transitorios. Ahora los líderes quieren ser inmortales como Putin y Xi en Pekín»
-Mientras Alemania y Francia impulsan una 'Buy Europe Act', España sigue arrastrando un déficit tecnológico crónico. ¿Podemos hablar de soberanía industrial sin asumir costes políticos y fiscales?
-No deberíamos obsesionarnos con producir de todo. Lo que hace prósperas a las sociedades es concentrarse en sus ventajas comparativas. España tiene déficits tecnológicos, sí, pero también superávits en servicios, turismo, energías renovables o agroindustria. Pretender fabricar todo sería un error: nos haría menos eficientes. Y tampoco es cierto que España no innove. Tenemos investigadores y proyectos punteros, aunque solemos mirar nuestras debilidades con más entusiasmo que nuestras fortalezas. Es un rasgo muy español.
-¿Confía en que la Unión Europea seguirá existiendo en diez años?
-Sí. Europa tiene demasiados intereses compartidos y demasiada historia como para desintegrarse. Los costes de romperla acabarán imponiéndose al discurso del miedo. No lo hará con la rapidez ni la eficiencia que quisiéramos, pero lo hará. El euro es una atadura poderosa contra la locura. Los imperios no se disuelven en una semana: el británico tardó setenta años. Hay muchos lazos, muchas resistencias y, sobre todo, muchos europeos que creemos que Europa es lo mejor que nos ha pasado.
-Pero los europeos tenemos experiencia en imperios que se acaban.
-Claro, pero solo miramos los nuestros. Si fuéramos mayas, persas o aztecas diríamos lo mismo. Los imperios nunca caen en el vacío: otro ocupa su lugar. Eso es lo que debatimos ahora, si China está ocupando el espacio de Estados Unidos. Pero no siempre el sucesor es quien parece destinado a serlo. Francia sucedió a España solo en apariencia: el verdadero heredero del imperio hispánico fue Inglaterra.
-Europa depende cada vez más de terceros para los recursos estratégicos. ¿Hasta qué punto la falta de minería nos hace vulnerables?
-Muchísimo. La geografía no es democrática. Unos tienen petróleo, otros cobre, nosotros mercurio. Los llamados 'minerales raros' no son escasos porque no existan, sino porque su extracción es cara, compleja y ambientalmente costosa. Europa creyó que podía confiar en los mercados globales para abastecerse, pero los 'shocks' -la pandemia, la guerra comercial, la tensión con China- han demostrado que no garantizar el acceso a esos recursos es jugar con fuego. No tener mascarillas en 2020 fue una lección; no tener litio o semiconductores en 2030 sería una catástrofe industrial.
-¿Nos ocurre algo similar en defensa? El 'dividendo de la paz' redujo el tamaño de los ejércitos europeos.
-Sí. El Imperio Británico no se sostuvo solo por sus cañones, sino por su innovación financiera: fue el primero en crear mercados de capitales que permitían al Estado emitir deuda a largo plazo y pagarla. Ganó las guerras gracias a los bonos, no a los fusiles. Hoy, la defensa depende otra vez de la financiación. No basta con gastar más: hay que gastar mejor, invertir en disuasión tecnológica y cooperación europea. No creo que reforzar la defensa deba significar recortar el Estado del bienestar; los trade-offs están en otro sitio.
-En su discurso aparece un cambio de era: del liderazgo político al liderazgo personalista. ¿Qué implica esa transformación?
-Es quizá lo más preocupante. Durante siglos, los países eran permanentes y los líderes transitorios. Hoy ocurre lo contrario: los líderes quieren ser eternos. Esa foto de Putin y Xi Jinping hablando de la inmortalidad es una metáfora perfecta. Hemos pasado de los dioses mitológicos a los líderes inmortales. Y eso convierte la política en un juego de personalismos sin límites, donde la supervivencia del dirigente importa más que la del país. Es una mutación profunda, y muy peligrosa.
-¿Teme a una nueva proliferación nuclear?
-Sí, creo que es casi inevitable. El caso de Ucrania, que entregó su arsenal a cambio de promesas que no se cumplieron, abrió los ojos de muchos países. Asia difícilmente seguirá desnuclearizada. No basta con tener unas pocas ojivas: hace falta volumen, tecnología y alianzas. En Europa, la única disuasión nuclear creíble la proporciona Estados Unidos.
-La ONU acaba de cumplir 80 años. ¿Sigue siendo un actor útil?
-La ONU responde a la gobernanza de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, y ese mundo ya no existe. Los vencedores de entonces vuelven a estar enfrentados entre sí. Pero la grandeza de la ONU está en que están todos, no solo los poderosos. Reformarla es imprescindible, pero destruirla sería suicida. El orden global necesita reglas, aunque sean imperfectas. Sin ellas, volvemos a la ley del más fuerte.
-Occidente envejece, y la demografía se ha convertido en un factor político. ¿Estamos ante un punto de no retorno?
-El problema no es solo de Occidente: salvo África, ningún continente garantiza el reemplazo generacional. El 90 % del crecimiento demográfico del planeta se concentrará allí. Asia y América Latina ya están perdiendo población. Lo que viene no es una bomba de crecimiento, sino una bomba de envejecimiento. Las políticas públicas han tenido efectos mínimos; en muchos casos, la tasa de fertilidad solo se sostiene gracias a los inmigrantes de primera generación.
-¿Y qué papel puede jugar la tecnología?
-Si se usa bien, puede ser una herramienta de rescate. La inteligencia artificial puede ayudar a que personas con baja cualificación desempeñen trabajos de más nivel, generando un nuevo 'shock' de productividad y reconstruyendo una clase media que hoy está desapareciendo. Si el mundo creciera un punto y medio más al año, el nivel de desasosiego sería mucho menor. El gran problema no es Trump ni Xi Jinping: es la pérdida de los mecanismos de legitimación social que daban estabilidad a las democracias.
-Usted pone a menudo a Cádiz como ejemplo de estabilidad social. ¿Por qué?
-Porque pese a su desigualdad y su desempleo, Cádiz tiene instituciones que generan sentido de comunidad: las cofradías, el carnaval, la vida compartida. Son formas de legitimación social, de autoestima colectiva. Durante siglos, esas estructuras permitieron a la gente sentirse parte de algo, incluso en la adversidad. Hoy eso se diluye. Y cuando una sociedad pierde esos vínculos, se vuelve frágil.
-La inmigración es ya el gran factor de equilibrio demográfico. ¿La gestionamos bien?
-La inmigración hay que analizarla con datos, no con relatos. España ha ganado 1,7 millones de habitantes gracias a ella, mientras Italia y Alemania los pierden. Ese es nuestro bono demográfico. Pero el desafío no está en las pateras, sino en la segunda generación. La tasa de fracaso escolar entre los hijos de inmigrantes es mucho más alta que la media nacional. Si no invertimos en educación e integración, terminaremos reproduciendo los problemas de exclusión que ya vemos en Francia o Bélgica. No basta con acoger: hay que integrar. La inmigración no es un evento, es un proceso que requiere visión a largo plazo.
-En definitiva, ¿de qué depende la estabilidad de nuestras sociedades?
-De la legitimidad social. De que la gente sienta que pertenece a algo, que cuenta. Si los individuos solo son consumidores o parados, si no se les reconoce un papel, el sistema se resquebraja. Los viejos mecanismos de integración -la comunidad, el trabajo, las instituciones locales- eran más eficaces de lo que creemos. Sustituirlos por la hiperconectividad no genera cohesión. El gran reto de nuestro tiempo no es la tecnología, sino la soledad.
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