El peor viaje de José Manuel Zapata: a La Alpujarra en un R18
El tenor recuerda los infernales viajes familiares por carretera que hacía en los ochenta para pasar los veranos en Cádiar (Granada)
La RAE ya sabe perrear, pero no sale del chundachunda
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Iniciar sesiónCuando una amiga común me presentó a José Manuel Zapata por primera vez, él estaba ensayando para unas funciones en el Teatro Real. Poco antes había estado cantando en el Metropolitan de Nueva York, y poco después estaba reorientando su carrera. Ahora lo encontramos ... explicando la música clásica con su gracia de granadino en todos los rincones que puede, desde Radio Nacional hasta conferencias, e incluso en 'Pasapalabra'. De aquél primer encuentro recuerdo lo rápido que dejó de lado los asuntos operísticos para ponerse a hablar de juegos para PlayStation.
Ahora que es Navidad ha mandado por Whatsapp a los amigos una versión de 'Los campanilleros' que asegura que no publicará, así que opto por hacerle una llamada para que al menos comparta con los lectores el peor viaje de su vida. Son viajes, en plural: todos los que de pequeño hizo para pasar los veranos en Cádiar, en La Alpujarra. Unos desplazamientos memorables, que cuenta con envidiable talento narrativo. «Íbamos en un Renault-18 familiar, de un color verde raro, como bilis, en el que cabía todo, pero todo de todo», empieza, para proseguir: «De Granada a Cádiar hay solo cien kilómetros, pero son cien kilómetros que tardábamos tres horas y media en hacer porque aquello era como llegar a Mordor«. ¿Por qué? »Curvas y más curvas, en verano, sin aire acondicionado y con lava ardiendo entrando por las ventanillas«.
otros malos viajes
Eso era solo el principio, porque el coche iba abarrotado: «Íbamos mi abuela, mi abuelo, mi madre, mi padre, mis dos hermanos y yo». No me salen las cuentas, porque el R-18 era un coche grande pero de cinco plazas. «Era otra época. Yo iba con mi hermano en el maletero, mirando hacia atrás. No había ni ABS ni cinturones, ni nada de nada. Nos agarrábamos del pelo para no movernos«. En fin.
La peor parte del viaje la inauguraba siempre la abuela, que «empezaba a echar la peseta, y eso se convertía en un festival. Mi padre iba diciendo pestes, y al final era un viacrucis. Todos necesitábamos parar, ahora uno, ahora otro». Así, cada verano, y solamente en verano, porque «no éramos tan aguerridos como para ir más de una vez al año».
Eso sí, el padecimiento tenía su recompensa, porque «en Cádiar te esperaban tus platos alpujarreños, tus chorizos, tus huevos, tus morcillas, tus papas a lo pobre y tu lomo de orza para recuperar todas las calorías perdidas por el camino, y las recuperabas con creces y las almacenabas, y yo las almacené hasta que pesé 150 kilos«. ¿En serio tenían hambre al llegar, después de tanto mareo? »¡Llegábamos con el estómago vacío, claro que comíamos, hombre, por favor!«.
Ese sobrepeso que menciona le valió también algunos disgustos cuando, fruto de su actividad como cantante, tuvo que coger aviones. «Cada vez que subía a uno, con mis 140 y pico kilos, veía las azafatas reírse, y la gente mirando con cara de suplicar que no les tocara a su lado. Si no pesas 140 kilos no te lo puedes imaginar«, me explica.
Más allá del reguetón
Ahora sigue centrado en «llevar la música a la gente», haciendo divulgación en RNE y con conferencias para empresas, a las que les cuenta «los valores de la música que pueden aplicar en su organización, y está funcionando fenomenal». En febrero, estrena un espectáculo que está montando con Paco Mir y la Sinfónica de Tenerife, en el que repasará la historia de la música «desde los trogloditas hasta el reguetón». Además, está grabando un disco con canciones de amor del siglo XX. «La gente de mi edad tiene derecho a enamorarse», sentencia. Él va a cantar canciones de Manuel Alejandro, Joan Manuel Serrat, Juan Carlos Calderón, con arreglos de Juan Francisco Padilla «que son una obra de arte».
Oiga, y ¿cómo se enamoran ahora los jóvenes, que es tan diferente? «Ahora se enamoran despegados. Nosotros nos enamorábamos con un bolero. Y con letras buenas. Tú escuchas una canción de Manuel Alejandro y otra de Bad Bunny, y te explota la cabeza.
Hay una música para cada momento, pero la dieta ahora no es variada, hay solo reguetón«. Hay que variar un poco: »A mí me encanta el jamón ibérico, pero si estuviera un año comiéndolo en el desayuno, la merienda y la cena, me acabaría cansando«. Es un mensaje que intenta transmitir cuando habla con gente joven, a los que pide «que le den una oportunidad a la clásica. Con toda la humildad, es la mejor que se ha hecho nunca: ahí tienen a Bach, por ejemplo«.
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