LO moderno
El don de la risa
Rafael Sabatini no fue un tipo común. Antes de empuñar la pluma como su arma más letal, pasó por mil oficios
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Rafael Sabatini no fue un tipo común. Hijo de dos cantantes de ópera (él italiano, ella inglesa de Liverpool) su vida, como la de sus padres, no tuvo domicilio fijo. Nació en Jesi, Ancona, pero fue criado entre las nieblas y el humo de Londres. ... Se las arregló para convertirse en el narrador por excelencia de la aventura, esa que huele a pólvora, a tabaco y a cuero gastado.
Olvídense de héroes perfectos y príncipes sin mancha: Sabatini escribía sobre hombres con cicatrices, con malas pulgas y un talento natural para salir del aprieto con una espada en una mano y una broma afilada en la otra.
Antes de empuñar la pluma como su arma más letal, pasó por mil oficios —traductor, periodista, un poco de todo—, porque para vivir la aventura había que conocer el terreno. Y el terreno para Sabatini era un papel en blanco, un mapa mil veces memorizado y la promesa de que la historia no es solo fechas y batallas, sino también máscaras y traiciones; espada y capa.
Sin embargo, Sabatini no quería que sus historias fueran solo fantasías. Era un fanático del detalle y del duro trabajo de la verosimilitud, y con ese patrimonio escribió uno de los comienzos de novela más brillantes de la historia de la literatura: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco».
Así nació Scaramouche; cruce entre un actor de teatro y un espadachín que parecía salido de un mal sueño para los tiranos
Así nació Scaramouche; cruce entre un actor de teatro y un espadachín que parecía salido de un mal sueño para los tiranos. El hijo de la revolución, el comediante que hacía del teatro su campo de batalla y de la daga su justicia. No era un héroe perfecto, sino un tipo con astucia, moviéndose a sus anchas entre sombras y destellos de humor negro; el tipo de héroe que podía perder una batalla, pero jamás la dignidad. Ni la sonrisa.
Rafael Sabatini, uno de los autores más leídos en la primera mitad del siglo XX, murió hace ahora 75 años, pero dejó un legado que aún suena a campanas de duelo, a risas en mitad del caos y a promesas de venganza. Sus palabras siguen siendo el eco de un desafío eterno: que la verdadera grandeza no está en la fuerza del acero, sino en la fuerza del espíritu. Que la épica no es solo un cuento, sino una forma de vivir. Y que, en el duelo final, lo que importa no es la espada que blandes, sino la sonrisa que mantienes.
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