La última muestra de Esteban Vicente en Nueva York, el mejor tributo póstumo
Amigos y admiradores de Esteban Vicente abarrotaron el jueves la New York Studio School que el artista, fallecido la víspera, contribuyera a fundar en 1964. Se inauguraba una exposición del pintor y su viuda atendía a todos con una sonrisa. Horas más tarde, los restos mortales del pintor eran incinerados. Sus cenizas llegarán a España en unos días. Su pueblo natal ha decretado tres días de luto.
No era un funeral, sino un homenaje. «Estoy bien, porque creo que hemos hecho bien las cosas. Él murió en paz, escuchando a Beethoven. No hay porqué estar triste», aseguraba su viuda, e incluso añadía el chascarrillo que fueron las últimas palabras de un maestro ... del expresionismo abstracto al que «The New York Times» dedicó ayer más de un cuarto de sus páginas tamaño sábana: «¿Política?, puagh».
«Ha cumplido el ideal griego de morir joven lo más tarde posible», señaló con admiración el cónsul de España en Nueva York, Emilio Casinello, quien compartió con el fallecido no sólo sus fervores por la II República Española, sino su condición diplomática: Vicente fue cónsul de España en Filadelfia hasta el final de la Guerra Civil. De Casinello dependen ahora los trámites para que las cenizas del pintor puedan ahora atravesar el mar para ser depositadas en el jardín de su museo segoviano, como era su deseo. Otro diplomático que también le trató, Inocencio Arias, embajador de España ante las Naciones Unidas, hizo hincapié en la fama de colérico que amasó el último superviviente de la primera generación de pintores de la Escuela de Nueva York: «Era un genio cascarrabias al que le gustaba llevar sistemáticamente la contraria». En su necronológica en el «Times», la crítica de arte Roberta Smith recordó que a su «elegancia natural» añadía un pronto que podía ser cáustico.
Cuando en una ocasión le preguntaron por qué vivía en Nueva York, adonde llegó en 1940 para quedarse el resto de su vida, replicó: «Nueva York es el infierno, y el infierno es el único lugar adecuado para la gente». Su mujer desde 1961, que ha sobrevivido a una reciente operación de corazón y fue la tercera de sus esposas («a un hombre así no le hubiera bastado una sola mujer», comentó con afectuosa ironía una amiga del pintor), recordó los dos últimos collages que le dedicó antes de su muerte. «Dijo que si dejaba de trabajar se moriría, y así fue. Hasta los últimos días estuvo haciendo dibujos», comentó Harriet Vicente junto a uno de los grabados que su galerista española, Elvira González, preparó hace dos años en forma de libro como regalo de cumpleaños, acompañados por una serie de poemas de sus escritores favoritos. «Dejadme llorar / orillas del mar. / Váyanse las noches / pues ido se han / los ojos que hacían/ los míos volar / váyanse y no vean / tanta soledad / después que en mi lecho / sobra la mitad. / Dejadme llorar / orillas del mar».
Los versos de Luis de Góngora parecían ayer más oportunos que nunca colgados de las paredes de una escuela de pintura a la que Vicente estuvo acudiendo hasta el último momento. «No le gustaba incordiar a los alumnos hablando de minucias, sino que trataba de motivarles, de que sacaran lo mejor de sí», comentó Elvira González, que acudió hace días a Nueva York a despedirse del pintor cuando sabían que le quedaban pocos días de vida. Alumnos de Vicente han sido artistas como Brice Marden, Dorothea Rockburne, Chuck Close y Susan Crile.
Alumnos y amigos se acercaban a volver a ver la obra del artista o a consolar a su viuda, que parecía empeñada, a su vez, en consolarles: «Murió como vivió. Tuvo una vida plena. La que quiso vivir. No hay que estar tristes».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete