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NUNCA TERMINA NADA

Hombres de palabra

Un grupo de atracadores se enfrenta en «Grupo salvaje» a una banda de cazarrecompensas y al ejército mexicano

Fotograma de la película «Grupo salvaje» ABC
Fernando R. Lafuente

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La presente historia comienza por el final en una aldea de mala muerte y de peor suerte. Deke Thornton está recostado sobre una valla de adobe. Corre un viento de arena, como su propia vida. Ve cómo los sicarios a los que dirigía hasta hace unas horas transportan los cadáveres de los hermanos Gorch (Lyle y Tector), Dutch Engstrom y Pike Bishop, su gran amigo, su compañero de atracos y salvajadas, su hermano de armas, con quien compartió el viaje hacia la noche del otro lado de la línea y de la ley, el mismo que huyó aquella noche desventurada que celebraban en la habitación de un elegante hotel del Este uno de sus grandes trabajos: miles de dólares robados a la compañía del ferrocarril, champán francés, chicas, lujo y los agentes del «marshall» entrando a sangre y fuego. Pike logró huir por una de las ventanas, Deke fue herido en una pierna y pagó por los dos. Los mismos a los que había robado le chantajearon: «Entregue a Pike y no volverá a la cárcel del condado», le dijo un tipo de aspecto repulsivo.

Y ahora estaba allí, recostado en el muro de adobe, ya libre del compromiso de entregar a Pike vivo o muerto. La cuestión, y eso le creaba un monumental dilema, era que ni él ni los zarrapastrosos que le habían endilgado como perseguidores habían participado en la muerte de Pike y los demás. Deke no sabía qué rumbo tomar. Estaba en medio de lo que llamaban la Revolución Mexicana, un general, un fantoche y un asesino que respondía al nombre de Mapache, y su ejército de soldados reclutados a la leva, había sido quien terminara con el mito de Pike Bishop y Dutch Engstrom. ¿Cómo podían haber caído, en qué trampa? ¿O habían ido voluntariamente al abismo? No podía entenderlo.

Todos los recuerdos se despertaron de pronto. Pike era un tipo inteligente, desconfiado, baqueteado en mil huidas, experto en fugas, en golpes maestros. Sólo cuando vio llegar, junto a un grupo de revolucionarios mexicanos al mando de un campesino, a Freddie Sykes, ese superviviente del infierno, comprendió. Pike y los suyos eran hombres de palabra. Tiene gracia, se repitió, «hombres de palabra», unos asesinos. ¿De encontrarse con Pike cara a cara qué habría sucedido? ¿Le habría disparado? ¿Le conminaría a que se entregara? ¿En nombre de quién? ¿De la compañía ferroviaria del Este? Estaba harto, Deke Thornton estaba harto del vagabundeo, de la traición a su amigo, de haber servido a tipos a los que despreciaba. Sintió una intensa, inconsolable melancolía. Sintió que era el final de los hombres de palabra. Eran hombres de palabra, pero la cuestión era más complicada: «¿A quién se la daban?». Desde luego no al poder del ferrocarril, los bancos o el gobernador.

Ellos, y Deke añoró todo eso, habían creado un código singular, un código fuera de la Ley. Fue en ese momento cuando descubrió lo que les llevó a una acción suicida: la clave estaba en unas palabras que hacía tiempo le confesara Dutch a Pike: «Todos soñamos con volver a la niñez. Aun los peores de nosotros. Quizá sobre todo los peores». Para Deke, el arrepentimiento no era suficiente. Ellos murieron con su código en el corazón; a su manera heroicos por una causa perdida; él viviría con la sombra de Pike en su errabundo deambular por el desierto mexicano, hasta que nadie recordara quién había sido.

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