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«Crímenes extraordinarios»

El asesino que mataba a su madre en cada crimen

Bajo la apariencia de una «bellísima persona», como lo definió una de sus numerosas víctimas, José Antonio Rodríguez Vega se convirtió a los veinte años en «el violador de la moto» y a los treinta, en «el asesino de ancianas»

Rodríguez Vega escuchó imperturbable cómo un tribunal de la Audiencia Provincial de Santander lo condenaba a cuatrocientos cuarenta años de prisión en noviembre de 1991. Llegó a soltar una sonrisa, tal vez porque se había salido con la suya y ya era el peor asesino en serie después de «El Arropiero», a quien se le atribuyen veintidós crímenes FERNÁNDEZ ANDRÉS | VÍDEO: ABC
Mari Pau Domínguez

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Cuando Margarita se disponía a entrar en el portal cargada con las bolsas de la compra la puerta se abrió ante ella empujada por un joven de unos treinta años que se apresuró a aliviarle de la carga.

-Oh, gracias… -dijo Margarita-. Ojalá hubiera más personas como usted.

-No se merecen cuando se trata de ayudar a una mujer tan bella.

-Uy, calle… qué cosas dice, a mis ochenta y dos años -se ruborizó encantada con el piropo.

José Antonio era albañil, aunque se daba aires de importancia. De porte agradable, nariz aguileña y fino bigote oscuro, encarnaba la viva estampa del yerno perfecto. Margarita, viuda, vivía sola en un piso bajo que cuidaba con esmero. «Es precioso pero le iría bien una mano de pintura. Yo se lo puedo hacer por un buen precio -le propuso el joven entrando con las bolsas-. No encontrará a nadie tan cuidadoso como yo». Ese día la anciana dijo que no hacía falta pero después de varios encuentros deliberadamente fortuitos propiciados por José Antonio se ganó su confianza y acabó pintando.

Por fin matar

La noche del 6 de agosto una hermosa luna llena regaba de plata las aguas de la costa santanderina. «Le he puesto un coñac para celebrar lo bien que ha quedado el piso», le ofreció con amabilidad Margarita, que esa noche lo había invitado a pesar de las constantes recomendaciones de su hijo de que nunca le abriera la puerta de noche a un desconocido. Pero es que ese joven tan dispuesto siempre a ayudar ya no era un desconocido sino «una bellísima persona», había comentado la anciana días atrás a su vecina de al lado cuando ésta lo vio entrar con naturalidad en su casa.

-¿No hace mucho calor para un coñac? -respondió José Antonio-. Una noche como ésta pide algo más refrescante.

-Tienes razón, ¿prefieres un bitter con hielo? -sugirió inocente la anciana.

-No me refiero a eso…

Se la quedó mirando fijamente. José Antonio tuvo una sensación repentina que no supo identificar de forma consciente. Cerró los ojos un segundo y su interior fue invadido por un instintivo deseo de vengarse de las mujeres que habían pasado por su vida. Un impulso que se apoderó de él, igual que ocurría cuando violaba. Se aproximó a ella. Le tapó la boca con la mano, en un brutal forcejeo en el que zanjó la resistencia de la mujer arañándola en la cara y golpeándole la cabeza contra la pared provocando que la dentadura postiza acabara clavándose en la tráquea, hasta que Margarita dejó de respirar y se desvaneció como un pájaro sin alas.

Retiró la colcha de la cama con delicadeza, la dobló meticuloso y la apartó a un lado. Tumbó el cuerpo boca arriba, le colocó un cojín debajo de la cabeza y le cruzó los brazos sobre el pecho. Después le apartó con mimo el pelo de la cara antes de subirle la falda. Se quedó observando el sexo de la anciana hasta que afloró a sus labios de hiena una sonrisa… Le fue bajando lentamente las bragas mientras le hablaba de su madre, «una sinvergüenza que no merece vivir». Comenzó a usurpar la intimidad de Margarita, poniéndose cada vez más agresivo, «mi suegra es peor, esa zorra es puro veneno y fue la culpable de que mi Socorro me dejara y se largara con nuestro hijo», le explicó al cadáver sin dejar de toquetearlo. Entonces recorrió con la mirada la habitación pero no halló nada que le convenciera para el siguiente paso. «Ya verás cómo te va a gustar… aguarda un segundo… te voy a hacer lo que todas merecéis».

Fue a la cocina, cogió una escoba, desenroscó la parte del cepillo y regresó a la habitación con el palo en la mano. Para entonces, José Antonio, el hombre amable y pulcro en el vestir, ya se había convertido en una bestia que andaba suelta por Santander cometiendo atrocidades imposibles de relatar sin que sobrevenga una náusea. Porque Margarita no fue la primera muerta en su vida. Antes que a ella ya había asesinado, hacía un mes, a Simona, de ochenta y dos años, y a Victoria, la más joven, de sesenta y uno, con quien se estrenó en ese vicio que inundó su vida con ansias desmedidas de matar… Vengarse. Matar. Vengarse… Ese círculo que lo atrapaba le hacía sentirse el hombre que en verdad no era. A Victoria, prostituta, empezó pagándole pero luego ella, rendida ante sus atenciones, dejó de cobrarle. Una noche, después del acto sexual, mientras charlaban en la cama, él sintió por primera vez la tentación que lo abocaría a matar y a experimentar un inusitado placer por ello.

Al terminar siempre salía a la calle liberado de toda carga.

Museo del espanto

Cómo imaginar que de joven, ese hombre tranquilo y educado, propinara palizas a su propia madre; o a sus hermanos pequeños para que le dejaran ver la televisión junto a su novia. O que lanzara por las escaleras a su padre en silla de ruedas. O que diera puñetazos a su hijo recién nacido para que dejara de llorar. O que pegara a su esposa, «tuve que hacerlo», justificaría años más tarde en el segundo juicio, el de los asesinatos. Todo aquello fue el germen que modeló al «violador de la moto». Entonces no mataba. Disfrutaba causando daño a las mujeres, abusando de ellas, hasta que descubrió mayor placer si les quitaba la vida.

Los crímenes se sucedieron a un ritmo vertiginoso, dos por mes, sin que ninguna de aquellas muertes fuera considerada de origen violento. José Antonio no dejaba huellas, era cuidadoso hasta la extenuación, propio de mentes perversas. Hasta que se confió demasiado y empezó a tener descuidos como olvidarse una tarjeta de visita. La última víctima, Julia, setenta y dos años, viuda, vivía en un piso bajo en Muriedas, a escasos kilómetros de la ciudad. La noche del 19 de abril de 1988 tocaba luna creciente y corría viento del sur que movía las nubes en un cielo cubierto. Esa vez hubo sangre, un charco en el pasillo alrededor del cadáver tendido boca arriba, y de nuevo desgarro en lo más íntimo. La causa de la muerte se parecía demasiado a la de muchas ancianas fallecidas en los últimos doce meses: paro cardíaco provocado por asfixia y edema pulmonar. Aunque las autoridades también encontraron la coincidencia definitiva: la mujer había contratado recientemente una pequeña obra de albañilería para encajar el marco de una puerta blindada.

Al ser detenido un mes más tarde, la policía descubrió en su vivienda una habitación cuyas paredes y cortinas estaban tapizadas en rojo sangre, llena de objetos de sus víctimas; recuerdos que herían la memoria de cada una de ellas: muñecas con sus anillos y collares; medallas, cruces, relojes, gargantillas, jarras de loza, transistores, algún televisor, ceniceros, botellas con restos rojos de Bitter Kas…

Asesinar al asesino

Rodríguez Vega había arrastrado su miserable existencia por diez cárceles anteriores cuando llegó a la de Topas, en Salamanca, para seguir cumpliendo su condena. Allí, en medio de un páramo, se conjuró el que había de ser el fin del «asesino de viejas» de Santander. Permaneció el primer día recluido en su celda. El segundo salió al patio acompañado de otros tres presos. Transcurrida una hora de tranquilo paseo, uno de los tres reclusos empezó a pegarle salvajemente con una piedra envuelta en un calcetín, hasta que cayó al suelo. Entonces los otros dos sacaron sus pinchos como magos con chistera; fue todo muy rápido, comenzaron apuñalándole por la nuca, después los ojos y acabaron dejándole «el pecho como un colador», declararía después un funcionario de prisiones. Eran las once y cuarto de la mañana. Ya había vivido bastante. «El Zanahorio», uno de los agresores, dijo que se le había escapado antes de otra cárcel en la que coincidieron. Ganas le tenían. Un segundo verdugo fue aplaudido por la gente en la calle al paso del furgón policial y, orgulloso, dijo ante las cámaras de televisión: «He matado al “Mataviejas’’, he sido yo», defendiendo así otra suerte de justicia al margen de la ley.

La ciudad de Santander aún tardaría en ir recuperándose pero jamás se entregaría al olvido de dieciséis mujeres cuyas vidas fueron arrebatadas en una de las etapas más vulnerables del ser humano.

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