Hannah Arendt, la pensadora que iluminó el mundo
Con sus obras denunció las ideologías totalitarias y el nacionalismo exacerbado

En tiempos de nacionalismos exacerbados es fácil que venga a la memoria Hannah Arendt , una mujer que los fustigó con su sabia palabra. Tras un tiempo de silencio, incomprensible sobre ella, los libros sobre su vida y su pensamiento -prefería ser llamada pensadora que filósofa-, se han multiplicado.
La autora de «Los orígenes del totalitarismo», primer libro que escribió sobre filosofía política, analiza el racismo, el imperialismo, el antisemitismo, igualando a nazis y estalinistas. Centrándose en el nazismo , afirmó que no sentaba su base en la germanidad, sino en un nacionalismo corrosivo. Su aversión por él la llevó a considerarlo como una patología política, una enfermedad malsana.
Dio a la literatura poemas, cartas, diarios, libros de envergadura que nos hablan de una mujer apasionada. De esta faceta de su personalidad dan idea estos versos: «Así es mi corazón:/como esos pedazos rojos de luna, /completamente cubiertos de nubes lacrimosas, convocados por la noche, para/ ser consumidos en el calor del fuego abrasador, /o como el resplandor brillante de la leña/en la negrura de una chimenea que ya no prende/así se quema mi corazón y arde, pero no ilumina».
Hannah nació en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906. Su madre, Martha Cohn, llevaba un diario sobre la niña que perdió a su padre, enfermo de sífilis, cuando tenía 7 años. Un año, aquel de 1913, difícil para Hannah, porque también murió su abuelo, a quien estaba muy unida. Otro contrariedad pasado cierto tiempo fue el nuevo matrimonio de su madre. El marido aportaba dos hijas a la familia. Su madre escribió sobre Hannah que la niña luminosa y alegre se convirtió en misteriosa y opaca. Sus años como estudiante tuvieron altibajos, pero solía destacar con brillantez llegando a obtener una medalla de oro.
El romance con Heidegger
En la Universidad de Berlín, la joven fue consciente de que debía seguir «su impulso por entender», algo que para Arendt era cuestión esencial. Su personalidad no respondía al estereotipo femenino de la época. De pronto, un día, conoció a Martin Heidegger, un joven profesor, aunque diecisiete años mayor que ella. «El mago de Messkirch», (su lugar de nacimiento), fascinaba a sus alumnos porque no esperaba de ellos que fuesen meros oyentes, sino interlocutores.
La relación amorosa con la autora de «La condición humana» no tardó en surgir, pero Heidegger era católico, estaba casado, tenía dos hijos y, sobre todo, una reputación social que no estaba dispuesto a echar por la borda. El amante le enseñó a la amada que pensar y ser viviente eran una misma cosa. Los amantes mantuvieron una relación con altibajos, pero la intelectual se mantuvo siempre, no obstante el amor había prendido fuerte y ninguno se zafó totalmente de él. El motivo fundamental de la ruptura fue la afiliación del autor de «El ser y el tiempo» al partido nazi y la inevitable huida de Alemania de Arendt por su condición de judía.
Contra los nacionalismos
Otro gran maestro de la pensadora fue Karl Jaspers que dirigió su tesis sobre «El concepto del amor en San Agustín». En este trabajo se ponía de manifiesto que en la autora primaba la comprensión sobre la ortodoxia. «Para mí lo esencial es comprender, yo tengo que comprender», afirmó. Quizá de esta convicción partió su independencia a machamartillo, una independencia que la llevó a no afiliarse nunca a ninguna parcela política. Únicamente, y en los malos tiempos del nazismo, colaboró con el sionista Kurt Blumenfeld e ingresó en la Asociación Sionista Mundial de la que se distanciaría más tarde, precisamente por su abominación de los nacionalismos.
Arendt era judía, aunque no vivió su identidad en profundidad. No obstante, quizá influyera esta condición en su proposición al «New Yorker» de escribir sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, nazi capturado en Argentina en 1960. Los reportajes acabarían convirtiéndose en un libro, «Eichmann en Jerusalén», subtitulado «Sobre la banalidad del mal», obra que provocó un escándalo que la persiguió durante años.
Llegado a este punto es necesario retroceder en el tiempo hasta llegar a 1933, cuando tras el incendio del Reichstag, su inteligencia le dictó que era preciso asumir el exilio y, tras pasar por Francia, se dirigió a Estados Unidos. Aunque «Eichmann en Jerusalén» le valió el rechazo y la calumnia por parte incluso de amigos sionistas, tuvo claro como periodista que los valores de la profesión debían ser la honradez, la objetividad y el rigor de la investigación.
Si bien el antisemitismo le parecía «un insulto al sentido común», eso no le impidió que rechazara que el Gobierno de Israel empleara con los palestinos las mismas armas que habían herido a los judíos, siendo causante de grandes masas de apátridas. Con respecto a su decisión de escribir sobre el caso Eichmann, su fiel Jaspers le expresó su temor debido a lo que llamó «su sentido crítico». Cuando se desató la furia la consoló.
Las necesidad de Hannah de comprender no le permitió medias tintas. En su opinión, el reo no era un monstruo, un ser diabólico, sino un ciudadano irreflexivo que obedecía, una víctima de la banalidad del mal, un instrumento de la burocracia de un sistema totalitario capaz de convertir a las personas en seres incapaces de razonar. Yerra quien piense que pretendía restar importancia al Holocausto.
Según Richard J. Berstein, «su informe no ha sido superado. No se trata tanto de un análisis historiográfico de la Solución Final, como de un ejercicio de pensamiento y juicio. Fue una de las primeras personas que planteó el estudio público y riguroso de cuestiones dolorosas sobre la responsabilidad y el juicio de los autores, las víctimas y los espectadores». Lo que Blumenfeld y otros sionistas no le perdonaron a la autora de «Hombres en tiempos de oscuridad» fue que mencionase la «Judenräte», es decir, la colaboración de los consejos judíos con los nazis en las naciones ocupadas en lo concerniente a la aportación de datos, incluidos los económicos de familias judías. No era algo ignorado, pero sí silenciado.
Una pasajera solitaria
En Estados Unidos fue profesora en diversas universidades y su éxito fue tan extraordinario que los alumnos llegaban a ir a esperarla a los aeropuertos. Cuando ya anciana se hizo un congreso sobre «El trabajo de Hannah Arendt», prefirió participar que ser la invitada de honor. En lo que respecta a su vida privada se casó por primera vez con Günter Stern, que publicó con el apellido Anders y al morir ella le dedicó «La batalla de las cerezas». Una unión más duradera y feliz fue su boda con Heinrich Blücher, en 1936. De la unión lograda da idea esta frase de la esposa: «Aún hoy me parece imposible haber logrado las dos cosas que anhelaba: el gran amor y seguir manteniendo la identidad como persona».
De la cultura moderna le preocupaba la crisis de la autoridad apoyando la de los padres sobre los hijos, de los maestros sobre los discípulos y, en general, la de los mayores sobre los jóvenes. Su gran amiga Mary McCarthy dijo de ella que era «una pasajera solitaria en su tren de pensamientos».
En diciembre de 1975 puso en su máquina de escribir un folio con el título «La fuerza del juicio». Llegada la hora del almuerzo lo hizo en casa con unos amigos. Durante la tertulia que siguió perdió el conocimiento. Después llegó la muerte. Pero parafraseando uno de sus poemas, en ella «ardió la vida e iluminó el mundo».
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