Kazuo Ishiguro, música y nostalgia
El fracaso y los sueños rotos presiden los «Nocturnos» de Kazuo Ishiguro. Uno de los mejores escritores del momento confirma su maestría con estas historias que mezclan música y nostalgia
Mercedes Monmany
Nacido en Nagasaki en 1954, pero trasladado a Inglaterra a los seis años, Kazuo Ishiguro no es tan sólo uno de los más destacados escritores del momento, sino, sin duda, uno de los que mejor ha sobrevivido –desde novelas como Un artista del ... mundo flotante , Los restos del día o la magnífica Nunca me abandones , todas ellas en Anagrama – al paso del tiempo. Representa con mucho más que dignidad, con plena maestría, libro tras libro, lo mejor de aquella generación de oro de los comienzos de los 80, que lanzó a escritores como Rushdie o Amis.
Hoy, tanto él como Ian McEwan , Graham Swift , William Boyd o Julian Barnes simbolizan un compromiso inamovible: el de no bajar el listón; el de no ceder terreno; el de renovar y replantear continuamente temas, así como el de arriesgarse. No se conforman con el simple apuntalamiento acomodaticio de sus carreras.
Los artistas sin reconocimiento del japonés nada tienen que ver con la exaltación creativa y visionaria de otros autores de su generación
Con las cinco exquisitas y melancólicas historias de «música y crepúsculo» o, si se prefiere, de falsos ganadores y resignados perdedores, reunidas en Nocturnos , Ishiguro ha vuelto a demostrar la poco convencional pasta de la que está hecho . Su talento al apuntar, más que al apabullar y documentar profusamente; sus caracteres ambiguos y recelosos a la hora de mostrarse del todo –como en Chéjov o James–; sus desasosegantes finales abiertos lo convierten en un maestro de la insinuación y del esbozo.
Desde Berverly Hills y Londres a las colinas de Malvern Hills, en Herefordshire, o la Plaza de San Marcos de Venecia, Ishiguro utiliza narrativamente, en estas historias sobre el fracaso, el fin de la juventud y de los sueños y la mediocre adaptación a la realidad, todos los cruces antinatura y las más insólitas bromas a su alcance, alternando el drama existencial y la farsa tragicómica , dentro de ese cauce poco sensato y despiadadamente extravagante que es muchas veces la búsqueda de la fama y el éxito.
En ocasiones, algunas escenas, del más puro absurdo a lo Ionesco , llevan a la carcajada . Así sucede en un momento del relato «Come Rain or Come Shine», cuando un maniaco-depresivo se ve convertido en perro al querer disimular el destrozo ocasionado en el salón de una pareja de antiguos progres. También sucede con el sarcasmo quimérico que ha reunido de repente a dos seres contrapuestos en un hotel de lujo donde se ocultan las estrellas de Hollywood, totalmente vendadas, tras haberse retocado pequeñas imperfecciones de su anatomía.
Insólita amistad
El destino ha hecho que una estrella de la cultura popular, Lindy Gardner, conductora algo hortera y exitosa de programas de variedades, sea la vecina de habitación de un relamido saxofonista del circuito subterráneo y de «culto» del jazz en los Estados Unidos. De ambiciones radicales en el pasado, siempre renegando de la vulgaridad «del alpiste que quiere la masa», pero demasiado feo para tener el más mínimo éxito, según han decidido al unísono su agente y su mujer, Steve ha sido convencido para dar un paso trascendental en su vida: cambiar totalmente de imagen, convertirse no sólo «en una estrella por temporadas», sino en una «estrella permanente»; el gran sueño americano, confesable o no, pero anhelado por todos . Descubriendo partes de él mismo insospechadas, «no totalmente inmune a lo del glamour», el huraño corazón de perdedor de Steve entabla una insólita amistad, afianzada a través de pequeñas gamberradas llevadas a cabo en incursiones nocturnas por todos los rincones del hotel, con su mediática compañera «de prisión». Una prisión que, como si se tratara de un Gran Hermano, los ha reunido por unos días, de igual a igual.
Ishiguro utiliza con maestría en estas historias el fracaso, el fin de la juventud y de los sueños y la mediocre adaptación a la realidad
Las rupturas sentimentales, los últimos momentos biográficos de una pareja y unos triángulos improvisados muchas veces por un voyeur y perdedor nato, normalmente un músico errante «que pasaba por allí», son recurrentes en estos cuentos. Unas rupturas, o más bien unas trabajosas y tristes separaciones, muchas veces obligadas por algo más allá del cansancio de ellos mismos o de aquellas expectativas íntimas y ya totalmente periclitadas que no se cumplieron o se olvidaron por completo desde el momento de conocerse.
Ahora es el tiempo de los reproches amargos, como los proferidos frenéticamente por una esposa obsesionada con el «estancamiento» que se dedica, noche y día, a neurotizar y agobiar aún más a su marido, de por sí neurotizado, al que algún día «imaginó que estaba llamado a ser…, qué sé yo, presidente de este mundo de mierda», como dice él. Otro motivo de ruptura será un calculado «cambio de ciclo» , decidido fríamente por un antiguo crooner a lo Tony Bennett, que cree que dando el campanazo con la sustitución de su mujer, elegante pero con arrugas incipientes, por otra más joven y explosiva, recuperará el favor y el calor de un público posiblemente perdido para siempre.
De segunda fila
Parejas de «profesionales» que cada noche masacran antiguos éxitos de los Carpenters y ABBA en hoteles de Suiza o Austria; cantantes melódicos y patéticamente narcisistas por haber contado con públicos enormes y universales en el pasado; antiguos alumnos de conservatorios y maestros de prestigio reciclados en recogedores de propinas; saxofonistas de jazz, promesas o crisálidas siempre a punto de despuntar, que desprecian olímpicamente a todo aquel que vaya a ser premiado y que emerja a la superficie, de la que creen que han sido injustamente apartados. Los artistas sin reconocimiento de Kazuo Ishiguro nada tienen que ver con la exaltación creativa y visionaria de Todas las mañanas del mundo , de Pascal Quignard, u otras biografías gloriosas de temperamentales genios de la música.
Los de Ishiguro son músicos modestos, «no de primera fila», invisibles, virtuosos de la resignación y el fracaso, que por esos cruces macabros de un destino que creían adormecido para siempre, exento hace tiempo de emitir el más mínimo resplandor de esperanza en el horizonte, son de repente expuestos a él y halagados hasta el sonrojo o hasta un delirio exagerado , muchas veces a causa de caprichosas mitomanías interpuestas. Mitomanías provocadas por anhelos propios un día cercenados, como el de esa rica americana de Oregón que «tocó» hasta los once años y que ahora se empeña en dirigir la carrera y el talento de un violonchelista húngaro que se gana la vida en terrazas veraniegas de Italia, situadas frente a hoteles de lujo. Tibor toca ahí cada noche repertorios apenas «decentes» que suelen culminar con repeticiones de El Padrino o Las hojas muertas . Sus amigos son unos artistas callejeros que, si bien están de algún modo fascinados por la formación musical de Tibor (los nombres con resonancias al Telón de Acero son frecuentes en estos relatos de desarraigados), no dejan de ser expertos en los palos que la vida puede regalar . Esa es la razón por la cual se dedican, paternalmente, como viejos sabios de un traidor y despiadado Occidente, «a tomar bajo su protección a los Tibor de este mundo, cuidarlos un poco, y quizá prepararlos para lo que les aguardaba, para que cuando llegaran las decepciones, no les costase tanto encajarlas».
Nocturnos. Kazuo Ishiguro. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. Barcelona, 2010. 249 páginas, 17 euros
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