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Alepo antes de las bombas

Poco queda hoy de la ciudad antigua y milenaria, que se abría al turismo en vísperas del estallido de la guerra civil

Susana Gaviña

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«Si el nivel de destrucción continúa, si no hay un gran cambio, Alepo, o al menos la parte oriental, quedará totalmente destruida en dos meses o dos meses y medio ». Así de categórico se mostró esta semana Staffan de Mistura, enviado especial de la ONU a Siria. Era su llamamiento desesperado, uno más, para que acabaran los ataques contra la ciudad y la población civil por parte del Ejército sirio -y de los aviones rusos-. También el secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, ante las continuas bajas de civiles ha pedidio que se abra una investigación por «crímenes de guerra» contra Siria y Rusia. Mientras se producen estos gestos grandilocuentes, la triste realidad es que Alepo, una ciudad sitiada desde hace meses, se desangra. Y si no se reconduce la situación, en Navidad la cifra de muertos aumentará en miles de personas, mayoritariamente civiles, y la desaparición de gran parte de la ciudad milenaria será un hecho.

En esta avalancha de noticias diarias sobre Alepo se ha colado, como si se tratara de una broma macabra, un vídeo que circula por las redes sociales en el que el régimen de Al Assad promueve la ciudad como destino turístico . ¿Una cortina de humo para intentar desmentir los gravísimos daños que sufre la ciudad y el drama que viven sus habitantes? La verdad, lamentablemente, es bien distinta.

Poco queda ya de lo que fue Alepo, la segunda urbe más importante de Siria, después de Damasco, aunque la primera por número de habitantes: dos millones y medio antes de la guerra. Considerada la capital económica del país, hace una década era también uno de los destinos turísticos más importantes gracias al rico patrimonio cultural reconocido por la Unesco, como la Ciudad Vieja , uno de los seis lugares de Siria Patrimonio de la Humanidad, que en 2013 fueron incorporados a la lista de Patrimonio en peligro.

El enorme atractivo histórico y cultural de este país fue lo que me llevó a visitarlo en el verano de 2005. Entonces no podía imaginar que sería la primera, y la última vez, que contemplaría maravillas como el oasis de Palmira , con sus templos de Baal y de Bel (demolido parcialmente en agosto de 2015 por Daesh), la fortaleza de Crac de los Caballeros (también dañada), el zoco y la Gran Mezquita de Alepo...; o la última vez que paseara por las calles de Homs (golpeada duramente por el conflicto), Hama y Damasco, menos afectada. Muchos de estos lugares se han convertido en víctimas de una guerra civil que va ya hacia su sexto año.

Cuando me embarqué en esta aventura, un viaje combinado para visitar Jordania y Siria, este último era un país que se abría al turismo (en 2005 recibió 3,6 millones de visitantes), sector que intentaba dinamizar su entonces joven presidente, Bashar al Assad , que había asumido el poder en 2000, tras la muerte de su padre, Háfez al Assad.

Resquemor hacia Siria

No llegué a Alepo hasta el cuarto día de nuestro viaje, tras haberse dividido el grupo en la frontera de Jordania con Siria. De la veintena de personas que partió de Madrid, tan solo nueve nos adentramos en territorio sirio. Muchos viajeros sentían entonces ciertos resquemor a la hora de visitar Siria por su afinidad histórica con el régimen soviético y por temor a una cierta inseguridad. Nada más lejos de la realidad. A diferencia de otros países, como Egipto, que protege al turismo metralleta en mano, en Siria no vimos durante todo el viaje arma alguna . Sin embargo, la sensación de protección (o vigilancia) era constante.

Tan solo en Hama, las ciudad de las norias, percibí cierta tensión hacia los foráneos . Todavía tengo grabada la imagen de unos niños jugando. Mientras saltaban desde un puente al río, evocaban, entre risas y gritos, la yihad (la guerra santa). Eso, confieso, me estremeció. Al recorrer la callejuelas, se veían pequeños grupos de hombres apostados en las puertas de sus casas. Su mirada no invitaba a detenerse. Una actitud fruto tal vez de la masacre de la que fue testigo la ciudad en 1982, cuando Rifaat al Assad, el hermano menor del entonces presidente y tío del actual dirigente, sofocó un golpe de estado, promovido, según el presidente, por los Hermanos Musulmanes, causando la muerte de miles de personas (la cifra siempre ha sido controvertida).

Sin embargo, la experiencia no empañó el viaje. La visita a Alepo, el día anterior, había resultado muy distinta. Su tradición comercial histórica la convertía en una ciudad abierta y receptiva. El máximo exponente de esto era el zoco cubierto de Al-Madina , nutrido de decenas de pequeñas tiendas. Construido en el siglo XIV, era el mercado histórico cubierto más grande del mundo, con aproximadamente 13 kilómetros de extensión. Lamentablemente fue destruido por un incendio en septiembre de 2012.

La Ciudadela y la Gran Mezquita , dos de las joyas de Alepo, y de Siria, fueron otras de las paradas. A diferencia de lo que sucede en otros destinos, aquí no tuvimos que compartir el espacio con masas de turistas, lo que preservaba su autencidad. Por la noche, una escapada al barrio cristiano (duramente golpeado por la guerra y diezmada su población), donde la rigidez en la indumentaria se relajaba.

La ciudad de los pistachos

Más allá de los límites de Alepo, visitamos San Simeon , y fuera de programa, Ahmed, el guía palestino que nos ilustraba apasionadamente sobre la historia y tradiciones del país, nos mostró a una familia que vivía en el campo y cultivaba pistachos, un bien muy preciado por esas tierras.

Tras años de una guerra atroz , muchas veces me he preguntado qué habrá sido de Ahmed, o de esta familia que compartió su tiempo con nosotros, de los comerciantes del zoco de Alepo que regateaban con los precios... ¿Habrán escapado entre los miles de refugiados que anhelan alcanzar Europa?, o permanecen allí, esperando que Alepo logre sobrevivir a un conflicto enquistado , tablero de ajedrez de las grandes potencias, que si no se remedia desembocará en un nuevo genocidio .

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