flamenco sincejilla
Manuel Valencia: salvar la vida con la guitarra
reportaje
El músico presentó en el Festival de Jerez, su tierra, 'Las tres orillas', un tríptico de cante, baile y bajañí de concierto
Luis Ybarra
Dice Curro Romero que a Jerez siempre fue a favor de querencia. En cuestiones de lo jondo, la marmita de la que aquí se presume es profunda: tiene apellidos, dinastías de amplio abolengo, calles, patios, barrios y tipos como Manuel Valencia, que presentó el martes ... su segundo trabajo en solitario, 'Las tres orillas', en el marco del festival de esta tierra de vides y paredes de una cal herida. A punto está la madera de romper a expresarse con la palabra cuando por los bordones empiezan a esclarecérsele viejos paisajes. Manuel es, sobre todo, dos cosas: virtuoso y clásico, una combinación del todo extraña en el panorama actual, por eso la soleá de inicio y el zapateado son dos vergeles. Por eso, también, el periodista Manuel Curao, con más festivales a la espalda que cualquiera por aquí, menudea para sí, por lo bajini, algunas de las falsetas. Ha vencido la música cuando mensaje y melodía, abrazados, sobrevuelan asuntos pendientes.
En este anticipo de su trilogía audiovisual, Valencia desarrolla las tres facetas del instrumento: al servicio del cante de David Carpio, que entre la maleza se abre paso con voz de precipicio al engarzar la granaína con una cantiña; junto al baile del Choro, que dicta sentencia a planta y tacón; y, cómo no, en solitario.
Fuera del escenario se confiesa: «Las letras son mías. Cuando grabamos la seguirilla lloramos todos. Está dedicada a mi padre, que falleció por COVID. Cuando la he hecho en directo he tenido que hacer todo lo posible por no romperme». Acompañante habitual de La Macanita y Jesús Méndez, de Farruquito, Manuel Liñán y tantos otros, contempla con perspectiva lo que el oficio le ha regalado: «He tenido la suerte de estar con algunos de mis ídolos: Terremoto, Pansequito… Con veintipocos hice un gira con Manuel Agujetas por Estados Unidos. La guitarra me ha salvado la vida, tanto que estar ahora un mes en casa se me hace largo y raro».
Su rondeña, del anterior proyecto, 'Entre mis manos', se arrastra solemne y quieta por las paredes de este templo barroco de Jerez: la iglesia de la Compañía de Jesús. Todo en él parece un ritual de la rectitud y la emoción. De frente por seguirillas con un salvaje al lado gimiendo aquello de «De la raíz del recuerdo nace la inmortalidad» o en las bulerías para culminar la fiesta. Manuel es tensión. Un gorjeo por soleá y la aspereza de un rasgueo que pide montañas.
Danzas y andanzas por Jerez: Israel Galván y Alberto Sellés
El Festival de Jerez, sobre todo, es el gran escaparate de la danza. Algunos hemos vivido menos de lo que, a su corta edad, ha bailado Alberto Sellés, gaditano formado en Sevilla, precoz en su talento, habitual de la compañía Estévez & Paños y artista en solitario en este marco, donde ha presentado 'Anairein', todo un ejercicio de contención coreográfica con movimiento flamenco y contemporáneo. Israel Galván trajo al teatro Villamarta los 'Seises' que ya descubrió en la pasada Bienal. Tanto sugiere ya que ha dejado de decir. Invita. Su búsqueda, que asume amplias cotas de verdadera genialidad a lo largo de una carrera meteórica, es mucho más conceptual que corporal. Israel ha inventado un mundo. Y por ahí va solo, ofreciendo destellos y fragmentos de su propio relato, de un vanguardismo sideral. Qué os ha parecido, preguntan todos a su término. Pero nadie sabe bien qué responder. Lo cierto es que encierra una carga poética indudable, gestual y circense, profunda y cómica. Algo así como la gamberrada de un creador infinito, bueno incluso lejos de su mejor obra.
Lucía Campillo, por su parte, triunfó con su logrado 'Un lucero', un montaje henchido de delicadeza, con dramaturgia, danza al compás del agua, poesía mística, humor y baile de mantón tras los acordes de 'Nacencia', así como repertorio de Morente y El Lebrijano. Patricia Guerrero con 'Deliranza', Rafael Ramírez, David Coria y María Moreno clausuran este fin de semana el festival.
'Hijos del corazón', y del alma
Dice Olivia Molina que lleva la misma sangre que su niña, pero en la costura del alma. No lo dice, sino que lo canta. Y el disco, en su garganta menuda y ágil, va cobrando significancia cuando los hijos adoptivos quedan al centro de un aluvión de melodías y letras que al toque de Manuel de la Luz, su marido, van calando en mi oído. Cuando me quiero dar cuenta no puedo escuchar más que una voz. O una forma. La de una madre. Y esa es la única verdad que a peso se destila de este trabajo. A plomo. Porque qué verdad. Unos padres haciendo música para los hijos no de la misma sangre, sino del mismo corazón. Los hijos adoptivos. Qué importa ese segundo término, en realidad: los hijos, a secas, de unos padres que agradecen y reflexionan en forma de rumba. Por bulerías, en las que una pequeña busca los besos de su ascendencia. Dentro de una canción. Por tangos con tintes granadinos. En los fandangos de Huelva, la pieza más luminosa del álbum al manchar los ríos de lunas. Al esperar siempre en desvelo la nueva amanecida. También en una soleá tomasera y otra mojamera, tocando a rebato viejos pórticos. Dejándolos, en un gesto familiar, eternamente hendidos.
El cante de la onubense no es perfecto. Hasta en eso, desde este prisma, se parece a una madre. En su fragilidad madura. Ojos que traen las mismas claves que una vuelta a casa o una sábana recién lavada. La media sonrisa que se esparce a lo ancho y lo cubre todo en su extensión. Que le ilumina a ella primero y que termina por encender todo un hogar. Cantes amables, pero no amistosos. Profundos, aunque revestidos de un desenfado propio, también, de estos padres que cantan y tocan con orgullo a esos hijos del alma.
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