Hacer la luna más llena
Inés Bacán, La Macanita y Pedro Ricardo Miño redondean una noche plena en la Bienal
Santi Gigliotti
Sevilla
Una mujer se encuentra en la cola del Alcázar a sus suegros. Vienen de un entierro. Y mañana tienen otros dos más, recalcan. Los abuelos preguntan por los nietos. No le hablen, el niño está para chocarlo. «¿Quieres que mañana le llame y le diga ... que me ha dicho un pajarito que no ha hecho los deberes?», pregunta el señor. Sí, y te dirá que los acaba de terminar, dice la madre. La abuela añade que tiene pendiente darles los regalos del santo. Hablan también de las entradas, del precio, de la cola. Treinta euros y no están ni numeradas. Llega el hijo, que estaba aparcando la moto. Vuelta a los niños un rato más. Los ancianos se van a paso lentito. Hay dos llamadas más, la niña a ella, llorando. Uno de los niños a él, peleando. Resuelven pronto y, antes de dejar el móvil, mira cómo ha quedado el Betis. Nos han marcado, pero hemos ganado. Ya está, a otra cosa. Es la noche de los dos.
No sé si es fruto de la casualidad o de la alineación de los astros, pero en el cielo sevillano aparece una luna llena, plena. Un lunón de esos que baña las noches en plata, bola enorme, perfecta, que coincide con un espectáculo que lleva su nombre. 'De pozo y luna', así se llama la propuesta para la Bienal de Inés Bacán, La Macanita y Pedro Ricardo Miño. Desconozco si hubo intencionalidad por parte de los programadores en hacer encajar en el calendario el show con el apogeo del místico satélite, pero lo cierto es que este puntito de extraordinaria coherencia le confiere un halo de perfección a todo lo que va a pasar. La última luna llena del verano, la que se conoce como luna del maíz, la de las cosechas, porque alumbraba la faena de los agricultores. Nada podía salir mal. Todo cuadraba. Además, ¿hay algún instrumento que evoque más a la luna que el piano? Pues hasta eso estaba.
Pedro Ricardo Miño toca una tecla y se hace un silencio pulcro entre las butacas. El trianero, poseído, se abalanza sobre el piano. La percusión lo acompaña cuando la armonía empieza a rugir. El Patio de la Matanza se convierte en un laberinto musical. El pianista ahora se mueve al son de una caja que cada vez suena más rápido. De la calma a la aceleración. Y otra vez calma. Carrusel de cosquillas en el oído. Hay quien cierra los ojos y deja que la armonía le subraye algún pensamiento. La miel del teclado. El hormigueo del cajón. Sincronía pura hasta que se levanta y arranca un aplauso.
Los dedos del trianero disparan rafagazos de sensibilidad. Tocar el piano así es mandar sobre el tiempo y la atención, tener a la noche desnuda haciendo surf sobre la tapa frontal del instrumento. Es clásico, pero es flamenco. Lo corrobora el cuadro que toca palmas, que le jalea llamándole maestro. Lo demuestra su cuerpo, que baila sentado. Todo tiembla, como tiembla el puente de su barrio cuando San Gonzalo da una levantá.
Es él el que va a por Inés Bacán y la lleva cogida del brazo hasta la silla. Cuando la lebrijana universal se sienta, ya no tenía escapatoria la magia. Es raro, porque está cohibida, pero a la vez parece que está sentada a la fresca en la calle. De su boca sale una voz que despierta a los duendes, que pone a dormir a todo lo horrible que tenga este mundo. Canta una nana y lo de la Rosa de Luis de la Carrasca. Mira al cielo y le dedica a su hermano Pedro, el que le quitó la timidez con amor, el caudal de cariño intimista que sale de su garganta. Romance. El hijo del rey moro. Lo suyo es un retraimiento atractivo, un lamento negro que abriga. Seguiriyas maireneras, balacera contra la puerta de quien aún no se ha entregado a este conjuro. «¿Ha estado bien?», pregunta cohibida. No cuenta milongas, pero las canta acariciando las penumbras. Los asistentes lo reconocen en pie, con una ovación cerrada.
El maestro de Triana interpreta unas alegrías que invitan a coronar montañas, a conquistar sueños, a sacar el pesimismo de los diccionarios. Quiero ser mota de polvo en su teclado, que me aplaste con su genialidad. Talento artesano, que embauca. Pone al servicio de la Macanita su prodigio. La de Jerez entra con un mantón rojo y traje negro con brillos. Entona malagueñas de Manuel de la Torre. Su quejío es una pena que se mece, que abre cada poro de la piel cuando va por arriba. Su torrente es moreno, ronco, personal. Ole las cosas rotas que sanan. Por soleá terminó de sacar a la luna de la tramoya. La blancura apareció por detrás de los tejados del Patio de la Matanza. De pie, apoyada en el piano, Tomasa perfila estrellas. La luna ahora es suya. Canta por bulerías. Al terminar saca con ella a Bacán, que lleva una muleta en su mano. La de los Pinini canta un martinete y dan ganas de ponerse a aullar mirando al cielo. Una pareja sale charlando y sonriendo por la Puerta del León.
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