Adolescentes conflictivos
«Tenía que dormir con la cartera en el pijama para que mi hijo no me quitara las tarjetas»
Coria acoge el único hospital de Andalucía especializado en adolescentes con trastornos graves de conducta y adicciones a móviles, redes sociales y apuestas «on line», que se están imponiendo a las tradicionales a la marihuana y otras drogas
La pandemia y el confinamiento agravan las adicciones juveniles a móviles y las apuestas «on line»
Jesús Álvarez
Francisco, 45 años, profesor de Lengua en un instituto de Sevilla, tuvo que dormir durante algunos meses con sus tarjetas de crédito metidas en un bolsillo del pijama para que su hijo no se las robara. Ya lo había hecho en una ocasión, a ... punto de cumplir los 16, para apostar en páginas web a las que accedía desde su móvil, al que Alberto estaba enganchado de la misma manera que cualquier cocainómano a su polvo blanco. Se gastó más de mil euros.
Entre los adolescentes y jóvenes con trastornos graves de conducta que la cooperativa Adinfa atiende en su hospital de Coria del Río , abierto hace poco más de un año, las adicciones sin sustancia (móviles, chats, redes sociales, videojuegos, apuestas) han superado ya a las tradicionales a la marihuana, el hachís, la cocaína u otras drogas químicas. «En la consulta ambulatoria que abrimos en Sevilla en 2009 no teníamos ningún chico con este tipo de adicciones y ahora casi todos están metidos en esto. Carecen de habilidades sociales y nada del mundo exterior les interesa salvo las pantallas, frente a las que pasan las tres cuartas partes de su tiem,po», cuenta Ricardo Pardo, presidente de Adinfa.
Los chicos y chicas que llegan a Coria , un hospital de 25 camas que cuenta con médicos, psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, técnicos y maestros, han pasado previamente sin demasiado éxito por consultas ambulatorias de salud mental. Por la que tiene Adinfa en la Huerta de la Salud, cerca del Porvenir , desfilaron más de dos mil chavales cuyos padres, desesperados, han llamado todas las puertas, incluso a las de la Fiscalía de Menores, diciendo que que ya no pueden más. Sin embargo, si no media un delito tipificado en el Código Penal (insultos y empujones a una madre, refriegas o arrastrones con tu padre o el destrozo de un armario y mobiliario doméstico no lo son) la Justicia se lava las manos. «No es que los fiscales no quieran actuar, es que las leyes no se lo permiten», cuenta Pardo, que califica de «realidad silenciada» este fenómeno creciente de malos tratos de hijos a padres. Se ponen unas mil denuncias judiciales al año en Andalucía, la mayor cifra de toda España, aunque se estima que lo denunciado es apenas la punta del iceberg. «A los padres les da vergüenza reconocer que su hijo les pega y les cuesta mucho denunciar », cuenta Pardo .
A la mayoría de los chicos de este hospital los han expulsado del colegio, donde no han logrado terminar ningún curso. Casi todos llegan con depresión e ira que se trata con terapia, educación y medicamentos antidepresivos y antiimpulsivos, si es necesario. Muchos de estos chicos carecían de horario en su casa durmiendo de día y viviendo de noche pegados a sus dispositivos electrónicos, razón por la cual l o primero que les quitan cuando llegan a Coria son sus móviles, lo cual es durísimo para para ellos porque es su droga. Durante al menos dos meses «desaparecerán» de los chats y de los juegos «on line».
Lo segundo que les quitan aquí es la ropa o zapatillas de marca con las que muchos de ellos tienen una relación poco sana, casi tóxica. « Les facilitamos ropa sencilla , que no proyecte ningún mensaje, para evitar que haya piques entre ellos o incluso se la quiten. La ropa de marca causa problemas aquí», cuenta Pardo.
Este hospital no es ningún balneario de recreo y tiene normas parecidas a las de un internado. Cuenta con una especie de carné por puntos que recuerda a los que implantó la Dirección General de Tráfico hace veinte años para poder conducir un vehículo de motor. Sus psicólogos y educadores tienen casi un algoritmo en la cabeza que lo puntúa todo: su colaboración con las tareas domésticas, su forma de hacer la cama, su puntualidad, el orden y limpieza de su habitaci ón, su participación en las terapias y su tiempo dedicado al estudio. Si hacen las cosas conforme a las normas, no perderán puntos y podrán acceder progresivamente a ciertas cosas de las que se les privada nada más llegar como ver series, usar su móvil o salir a la calle, que raramente pisan durante el primer mes y medio de ingreso en el centro.
«Con los puntos, que se obtienen o pierden de formas muy tabuladas, se sienten seguros y queridos, saben a qué atenerse y se sienten dueños de su destino», dice
Emilio Sabín , psicólogo, que defiende este sistema: «Aquí ponemos normas, que es lo que no tienen en su casa, y la principal es el respeto; la segunda es la colaboración en las tareas domésticas; y la tercera, los estudios y el horario. Aquí se come a las dos de la tarde en punto. Siempre».
A unque resulte fácil decirlo, no lo es tanto llevarlo a la práctica . Cuando un interno se desmadra o pierde los nervios, puede ser aislado en una habitación individual durante horas. «No es ninguna celda de castigo porque esto no es ninguna prisión o correccional, sino una forma de que el chico reflexione en soledad sobre su comportamiento», cuenta el presidente de Adinfa. En casa, en el ámbito de la familia, todo es más difícil. «A veces los padres no se dan cuenta: el niño se levanta un día cinco minutos más tarde, al día siguiente diez, y al tercero ya o se levanta para ir a clase. Y la convivencia entra en una dinámica de tensión que no hay manera de enderezar», asegura Pardo.
Francisco, el profesor de 45 años que se metía en la cama con su cartera, no lo logró. Y no se explica cómo puede hacer cumplir las normas en las aulas y no lo logra con su hijo en casa. «Lo que funciona en un colegio no siempre lo hace en una familia. Y se supone que yo soy un especialista de la educación», se lamenta. Sabín habla de los padres de la llamada «generación sándwich », que no quieren ser autoritarios como lo fueron los suyos «y se van al otro extremo».
Cuenta Francisco que su hijo se fue desviando desde los 9 años y que se fue haciendo cada vez más rebelde y la convivencia cada vez más complicada. N o se adaptaba a las normas y decidió dejar los estudios a los 16 años tras repetir dos cursos de la ESO. «Se pasaba todo el día tumbado en la cama mirando el móvil», recuerda impotente. Una cosa llevó a la otra y acabó quitándole la tarjeta para jugar en las web de apuestas. cuenta. Aunque se enfrentó a su padre varias veces y hubo situaciones de gran tensión, el caso de Alberto no es nada comparado con los de otros compañeros suyos con los que comparte habitación en Coria. No hubo agresiones físicas a los progenitores ni rotura de sillas y puertas.
« Mi hijo me dijo que lo estábamos metiendo en una especie de manicomio y fue duro ingresarlo aquí, pero lo habíamos intentado todo y nada funcionó. Estuve a punto de tirar la toalla pero la verdad es que Alberto ha dado un vuelco espectacular en el último medio año. Estuvimos un mes y medio sin vernos y el reencuentro fue bueno. Lo vi mucho más centrado y sereno y no me hizo ningún reproche. Parece que se le cayó la venda de los ojos y se dio cuenta del mal camino que llevaba », cuenta. Y añade: «A los tres meses me dijo que era mucho más feliz ahora que antes, cuando no cumplía ninguna norma y estaba enfadado con sus padres, sus hermanos, sus profesores y consigo mismo. Ojalá no recaiga cuando salga».
La mayoría de los chicos que vienen aquí tienen grandes habilidades informáticas y demuestran altas capacidades, a pesar de haber dejado los estudios o ser maestros en fracaso escolar. Algunos que reventaron las tarjetas de crédito de sus padres para sufragar apuestas «on line » lograron ingresos importantes para mantener su adicción haciendo trabajos de «hacker» para plataformas digitales. Son inteligentes pero necesitan terapias individuales y conjuntas para dirigir bien su talento. Hacen asambleas, dirigidas por pedagogos y psicólogos, en las que todos se hacen preguntas y tratan de responderlas.
La pedagoga Inmaculada Campanario , directora del centro, cuenta que los casos más difíciles son los de 16 años en adelante. «Se creen con más derechos sobre los demás y están más maleados
Tenemos seminarios de sexualidad, alimentación, acatamiento de normas, habilidades sociales y resiliencia», cuenta.
Victoria, de 19 años , tenía problemas con el alcohol y los porros, además de un trastorno de personalidad que no sabía controlar. Como muchos de sus compañeros, cuando se encontraba mal se aislaba con las pantallas (algunos tienen adicción obsesiva a series) y podía estar dos meses sin salir de su habitación salvo para ir al baño . «Empecé a desviarme con 15 años. Veía que mi madre no me quería y siempre estaba en contra mía. Dejé los estudios y solo pensaba en consumir. Los primeros meses en Coria fueron muy duros pero ahora tengo horarios y disciplina, lo cual es nuevo para mí. Ahora me levanto temprano y me acuesto a una hora prudente -reconoce-. Me he dado cuenta de muchas cosas y cuando volví a ver a mis padres, les pude contar las cosas en las que he mejorado y sentir una confianza con ellos que nunca antes había tenido. Sé que me queda mucho camino pero ahora miro para atrás, pienso en cómo me portaba con ellos y me doy asco», dice.
Aquí conviven chicos de 13 a 20 años procedentes de toda España porque este hospital es uno de los pocos que hay en todo el país para atender a chavales conflictivos . En una asamblea-terapia que celebran en un patio al aire libre y en la que se sientan en sillas puestas en círculo, cuentan sus problemas, sus «bajonas», sus esperanzas, sus adicciones. Y recuerdan que al principio se peleaban mucho entre ellos. «Hemos acabado siendo como una familia, con nuestras pequeñas peleas pero hemos conseguido llevarnos bien. Estar enfadado siempre es bastante cansado». Algunos de ellos llegaron a las manos y ya no recuerdan por qué. Ricardo Pardo, fundador del centro, dice que «educar implica expresar el afecto de forma sistemática y ordenada; querernos, sí, pero no de cualquier forma». Su lema es «ordenarse, conocerse, aceptarse y quererse».
La mayoría de los que llegan aquí han consumido hachís pero todos sin excepción tienen adicción al móvil, a la consola, a las redes sociales, a instagram. Algunos (y algunas) llegaron aquí con miles de seguidores en redes sociales y mataban por una buena foto que subir a su cuenta y le hiciera ganar un seguidor. Por el contrario, si lo perdían, entraban en pánico.
Es el caso de Pedro, 15 años , natural de Valencina. «Tengo un problema de imagen. Me importa mucho lo que la gente piense de mí y estoy muy pendiente de las redes sociales», cuenta a ABC. Antes de entrar aquí tenía 3.000 seguidores en Instagram . «Me hicieron borrarla y tras varios meses de buen comportamiento, pude abrir otra que uso de otra forma y en la que tengo unos 300. S on muchos menos pero ahora me siento mejor». Pedro estaba obsesionado con las marcas y con sus zapatillas y sudadera Nike. «Aquí no no me dejaban ponérmelas y mis padres me traían botines sin marca siguiendo el protocolo y al principio se los quitaba a mis compañeros», cuenta. Recuerda que el primer fin de semana que obtuvo puntos para salir no lo hizo porque no quería que nadie lo viera sin sus Nike: «Era idiota», reconoce.
Cuando llegó aquí, Sara (16) también prefería una plancha para el pelo con la que sentirse guapa delante del grupo que hablar con su madre por teléfono. No es un caso único, aunque ya no es así.
Pedro confiesa que tenía «muy mala leche» y que se portaba «mal» con su familia; y que ahora ha aprendido a valorarla y aceptarla. « Estoy superando este problema », dice. Ya no insulta a todo el mundo cuando le llevan la contraria y es capaz de escuchar lo que le dicen sus padres sin sentir que no lo quieren. Ha madurado y siente que el odio está desapareciendo de sus entrañas. «Ahora me siento mucho mejor conmigo mismo, me conozco mejor y sé manejar las situaciones».
Una de esas situaciones que ha aprendido a manejar y le ha ayudado a sentirse bien consigo mismo desde que está en Coria se llama Luis . Aunque sólo tiene 13 años, aparenta algunos más porque mide 1,85 y pesa cien kilos. Además de grande, Luis es autista, lo que le impide comunicarse con sus compañeros por medio del lenguaje oral. « Ahora que he retomado los estudios, quiero hacer educación especial y cuidar a niños como él », cuenta. Dice que lo ayuda a ducharse y a acostarse cada noche y que a veces se tumba junto a él hasta que se duerme. «Ahora lo cuido sin recibir nada a cambio pero me gustaría vivir de eso cuando sea mayor», dice.
No es el único que se hace cargo de Luis . Alberto, el hijo del profesor de Lengua, se encarga de reducirlo siempre que se pone nervioso, cosa que ocurre casi a diario. Y lo cuida para que no se haga daño porque a veces se muerde las manos hasta desgarrárselas. «Luis ha cambiado desde que entró y nos ha hecho cambiar a todos. N unca pensé que me gustaría asear a nadie y que me empeñaría en dejarlo más limpio que a mí », dice un chico que llegó aquí hace unos meses con adicción a las apuestas «on line», que no atendía ninguna norma, que dejó los estudios y las clases y que estuvo martirizando a sus padres y hermanos de palabra y obra durante años.
Cuesta creer que ese Alberto que le robaba la cartera a su padre, con el que llegaba casi a las manos, sea el mismo chico que cuida y habla de Luis con tanta dulzura. «Todos le queremos mucho y hacemos turnos para cuidarlo. Él no puede hablar pero te señala lo que quiere. Nos comunicamos con él por pictogramas », cuenta de Luis.
Las severas limitaciones físicas y cognitivas de su compañero han hecho ver a todos los que le rodean que las dificultades e inseguridades que sienten son pocas comparadas con las suyas . Luis lo tiene mucho peor que ellos, se pongan como se pongan, y quizá por eso le ayudan y hacen turnos para cuidarlo . Para lo que no necesita ayuda es para comer, algo que le pirra y es preciso controlarle. En su casa se podía comer ocho manzanas al día. Aquí no le dejan.
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