775 años de la Reconquista de Sevilla por el Rey San Fernando
Un paseo por la Sevilla del siglo XIII
La ciudad cristiana levantada por Fernando III y Alfonso X tras la conquista era una urbe aún con profundas huellas del pasado andalusí
Sevilla
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Iniciar sesiónOlía a dulces especiados de tiempos de Ixbilia y aún sonaban al caer la tarde la guzla y el rabé morisco con las canciones de añoranza de los que no se quisieron ir. Los musulmanes que habían sido vencidos por el rey Fernando ... III pudieron marcharse de la que fue su casa desde hacía siglos, pero otros optaron por quedarse. Eran los llamados mudajjan (el que se queda) que con el tiempo se llamarían mudéjares. La Sevilla del siglo XIII es una ciudad en transformación que pasó a ser cristiana, pero que aún guardaba los viejos sueños andalusíes.
¿Cómo era la ciudad que se convierte en símbolo de la reconquista cristiana? Un libro clave para 'viajar' en el tiempo a aquella ciudad en metamorfosis es la obra clásica del historiador Antonio Ballesteros, quien en 1913 publicó «Sevilla en el siglo XIII». Con ese libro bajo el brazo se puede recorrer con detalle la ciudad recién conquistada.
Fernando III y su hijo Alfonso X cambiarán Sevilla convirtiéndola en el corazón de Castilla, la nueva Castilla que inaugura una época. En realidad, la ciudad permaneció mucho tiempo con el aire andalusí en la disposición de las casas, que conservaban la vida cotidiana hacia dentro, en los patios e interiores, característica del mundo árabe. El aspecto del caserío no había mudado demasiado pues seguían los detalles moriscos en ajimeces, alminares, adarves y matacanes; de aljibes y pozos negros; de algorfas, aleros y voladizos; de ladrillo, teja y tapial; de alcaicerías, alhóndigas y alfolí de la sal. Y, de hecho, las puertas de la ciudad seguían teniendo aún los nombres de tiempos de moros: la de Macarena, Bib Alfar, Córdoba, Xerez, Bab el Chuar o Bib Ragel.
El perfil de Sevilla continuaba evocando la arquitectura de tiempos árabes porque las mezquitas habían sido adaptadas como iglesias, pero sólo en su disposición interior. Los antiguos alminares servían ahora como campanarios. El paisaje sonoro de la ciudad ya no era el del canto intrigante y profundo de los almuecines sino el bronce grave y luminoso de las campanas.
Entre la huella andalusí y la cristiana se colará el estilo que triunfará: el mudéjar. Mudajjan, el que se queda, el arte híbrido del vencido que se mezclará con el gótico del vencedor. Estarán los típicos chapiteles, pináculos, cupulines y arcos lobulados del gótico. Las iglesias irían poco a poco adquiriendo verdadera huella cristiana, aunque la memoria del vencido marcará la estética de la ciudad para siempre. De ahí ese arte mudéjar que se mostraba en los campanarios de ladrillo, con cerámicas vidriadas, arcos de herradura en sus vanos o almenas que coronaban las torres labradas por maestros alarifes de pasado musulmán.
La típica urbe andalusí
Si pudiéramos pasear por la Sevilla fernandina y alfonsina de ese siglo XIII en el que cambió la historia de la ciudad, nos encontraríamos aún con una típica urbe andalusí. Aunque el corazón de las cosas hubiera cambiado. Era también una ciudad amurallada en la que pesaba el miedo fronterizo, pues seguían las batallas contra los moros en tierras no tan lejanas. Ese temor de romance fronterizo también se sentía en el aire.
En este paseo por la Sevilla del siglo XIII descubriríamos que la antigua gran mezquita se transforma en templo cristiano. Se cambió la orientación hacia levante para reforzar el sentido litúrgico del nuevo templo. El antiguo mihrab acogió la sacristía, el sahn fue el claustro de la catedral y la maqsura formó parte de la capilla de San Pedro. El alminar iría mudando de aspecto hasta ser el campanario que en el siglo XVI quedará rematado con la estatua de la Fe, el Giraldillo-veleta que daría nombre a la Giralda.
La plaza delante de la catedral que fue mezquita se llamó de Santa María. Todo el día había gran animación, no sólo por los oficios divinos que se celebraban en el templo. Allí, adosadas a los muros de la mezquita, había pequeñas tiendas que continuaban como en tiempos de Ixbilia. Eran las tiendas de especieros que aromaban el lugar y disimulaban el fango sucio de las cabalgaduras. Muy cerca se encontraba la famosa puerta Dalcar por la que se entraba en el barrio de Francos. Allí se levantaba un zoco porticado donde había también casas, tiendas y sobrados. Estaban también los alfayates (sastres) y los conteros al lado de la calle de Escobas. Así, se entraba en la llamada Alcaicería de la Seda y en la calle del Lino donde estaban las industrias de tejedores que elaboraban telas moriscas como el tiraz.
Ese zoco ya llamado de Santa María estaba junto al llamado Corral de los Olmos, que acogía las tiendas del Rey, en las que en tiempos de moros se vendía la grana. En la nueva ciudad cristiana el Corral de los Olmos acogía al concejo de la ciudad y allí se despachaban los asuntos de gobierno de la administración municipal, los derechos del almojarifazgo (impuesto por las mercaderías) y otros temas importantes como el abastecimiento de aguas o el estanco de sal. En esa plaza de Santa María se levantarían las casas del Arzobispo, que daban a la Cal mayor del Rey que poco después se llamaría calle de Abades.
No muy lejos nos toparíamos con la plaza que se llamará de San Francisco cuando se funde el convento de los frailes menores, pero antes el lugar acogía a vendedores de pescado y hortalizas que se despachaban sobre poyales. También en este lugar estarían las monjas de Santa Clara en su primera instalación en la ciudad cristiana y que procedían de Guadalajara. Desde esa zona se pasaba a la calle principal de la Sierpe, que acogía la cárcel.
En esos alrededores del templo mayor, se establecieron los comerciantes extranjeros que llegan a la ciudad auspiciados por las exenciones de impuestos que implanta al rey para poblar Sevilla y convertirla en cabecera del comercio de Castilla.
Los genoveses estaban afincados en una calle entre la plaza de San Francisco y la de los Alemanes. Contaban con un cónsul que resolvía sus conflictos e incluso tuvieron una ermita dedicada a su patrono San Sebastián en el denominado Prado de las Albercas. Allí mismo tenían un pozo donde lavaban las lanas y tejidos que enviaban a Génova.
Los lombardos tenían sus casas de banca en una calle cercana a la de Monteros donde ejercían sus negocios económicos. Por esa misma zona habitaban los venecianos, los pisanos y los mercaderes de Piacenza -que terminarían dando el nombre a la calle Placentines- con sus negocios de joyas.
La calle de la Mar llegaba hasta la catedral por un lado y por el otro daba al bullicioso Arenal que terminaba en la puerta de Triana y al puente de barcas construido en tiempos de Abu Yaacub Yúsuf
Desde allí llegaban los soplos de marea y el trajín del puerto porque estaba muy cerca la zona que daba al barrio de la Mar con los cómitres y gentes de galeras. Esa calle de la Mar llegaba hasta la catedral por un lado y por el otro daba al bullicioso Arenal que terminaba en la puerta de Triana y al puente de barcas construido en tiempos de Abu Yaacub Yúsuf.
En ese Arenal había un lugar simbólico, el pontoncillo morisco que los conquistadores llamaron Puerta del Aceituno. De allí había salido el rey Axafat para entregar las llaves de la ciudad tras la derrota musulmana. Con el tiempo pasaría a ser Postigo del Aceite cerca del Postigo del Carbón y del Alfolí de la Sal.
En esa zona levantaría Alfonso X el portentoso astillero de las Atarazanas como se recuerda en la lápida fundacional: «Sabe, o lector, que esta casa y toda su fábrica hizo el sabio y claro en sangre don Alfonso». Las Atarazanas contaban con diecisiete naves en las que se construían y se reparaban barcos por los carpinteros de ribera.
Adentrándose en el barrio del Arenal el paseante alcanzaba la collación de la Magdalena, que acogería con el tiempo el convento dominico de San Pablo con espaciosa huerta. Al lado estaban las calles de la Pajería y de la Pergaminería, así llamada porque se hacían pergaminos de paño y de cuero.
Hasta esta zona llegaba el aroma del pan candeal que se vendía en la plaza de las Atafonas, que se encontraba detrás de la mezquita del Salvador. Esta antigua mezquita, la segunda de la ciudad andalusí, se llamaba santuario de los Abbaditas y también fue transformada en templo cristiano. Justo delante había una plaza con tiendas porticadas de cereros y carniceros que vendían sus piezas en tablas.
Caminando hacia la Alfalfa estaban los mesones del vino y el Peladero, donde se preparaban cerdos y aves para su consumo. Allí se instalaban también artesanos como los odreros y los boteros que fabricaban las corambres de cuero y pellejo para el vino y el aceite.
Enfilando hacia la collación de San Esteban el paseante llegaba hasta la calle de la Espartería para alcanzar la Alhóndiga del Pan junto a la antigua mezquita que se convirtió en la iglesia de Santa Catalina. Luego se podía dirigir a la zona del norte donde encontraría los antiguos alminares ya convertidos en magníficas torres-campanario de las iglesias del gótico-mudéjar como Omnium Sanctorum, San Marcos, Santa Marina y San Gil, que impulsada por el obispo don Remondo fue una de las primeras transformada en templo cristiano junto a la de Santa Ana en Triana. Siguiendo el camino se descubría la puerta de la Macarena, que aún resiste en nuestro tiempo, y ya en la lejanía, las huertas que llevaban al Hospital de San Lázaro.
El Hospital de San Lázaro aún conservaba de tiempos de los moros la Torre de los Gausines, que Alonso Morgado aseguraba en su «Historia de Sevilla» que la habían edificado dos hermanos alarifes llamados los Gausines. El hospital era un lazareto que acogía a los enfermos de lepra o mal de San Lázaro.
Regresando a la ruta de las iglesias mudéjares hallaríamos otra gran zona comercial en torno a la llamada calle Feria. Desde tiempos de Alfonso X se celebraba allí todos los jueves un mercado que aún podemos disfrutar, aunque totalmente transformado en su intención y contenidos, porque entonces allí se citaban menestrales de todos los oficios. Como ha investigado el historiador Antonio Collantes, los curas de Omnium Sanctorum cobraban a las mujeres que se colocaban a vender sus mercancías en el cementerio parroquial. Se trataba de regatonas que compraban al por mayor y luego vendían al por menor en sus propios canastos. Aquí también estaban los alamines, oficiales encargados del pesaje, que medían las madejas de lana y de lino.
En la Barqueta se encontraban las antiguas casas palacio de los Abbadíes donde se levantó el convento de San Clemente de las monjas del Císter
Así se llegaba a la laguna que en el siglo XVI se llamaría La Alameda cuando el asistente conde de Barajas la deseca, planta árboles y la convierte en un paseo de recreo. En esta época aún era una depresión de terreno donde quedaban estancadas las aguas del río cuando se producían riadas. En la Sevilla recién conquistada se oía el relato de la terrible inundación sucedida el 19 de junio de 1178 que narraban los ancianos moros y que habían escuchado a su vez de sus padres. Así se explicaba en el manuscrito árabe llamado «Anónimo de Copenhague»: «Dícese que se llevó esta inundación seis mil casas y asegúrase que los comerciantes que venían del Poniente del Andalus se perdieron en los grandes arenales, pereciendo 700 personas ahogadas».
Tras pasar la Laguna y sus trágicas historias se entraba en la collación de San Lorenzo que se iniciaba en la puerta de Bib Ragel que con el tiempo se llamaría de la Barqueta. En esa zona se encontraban las antiguas casas palacio de los Abbadíes donde se levantó el convento de San Clemente de las monjas del Císter, fundado por don Remondo. Y también se hallaban las huertas, el palacio y la torre del infante Don Fadrique, hermano de Alfonso X quien mandó ejecutarlo en 1277. Sobre el solar del palacio del Infante se edificaría el monasterio de Santa Clara.
Era el barrio lugar de artesanos como los caldereros de San Lorenzo que laboraban en la actual calle Teodosio que se dividió entre Calderería Vieja y Calderería Nueva. Al lado estaba la collación de San Vicente llena de menestrales y caballeros y el barrio de Goles con las viviendas de los pescadores junto a la muralla.
Caminando se alcanzaba la collación de San Miguel con su mezquita y al lado, la de San Andrés con la calle de la Pellejería. Desde allí se llegaba a un lugar especial en el corazón de la ciudad cristiana: la Morería o el Adarvejo en la collación de San Pedro ya cerca de la puerta de Carmona y la mezquita de San Esteban. La Morería contaba con su propio cementerio llamado «Osario de los moros» que daba nombre a la antigua puerta de la época almohade de Bib Alfar y que con el tiempo se llamaría Puerta Osario.
Según el historiador Manuel González Jiménez, los mudéjares de Sevilla tenían su propio alcalde que era al mismo tiempo su alfaquí o experto en la ley coránica. Y cita a algunos reconocidos miembros de esta comunidad como Mahomat «el albardero» o Mahomat «el trompero». A esta población mudéjar sometida se le permitió tener baños, tiendas, hornos, molinos y alhóndigas con fondas «a la costumbre de los moros». Además, buena parte de la comunidad mudéjar trabajaba como alarifes en el Alcázar, las Atarazanas y en la transformación de las mezquitas en iglesias imprimiendo ese sello de mestizaje en la arquitectura que daría una particular identidad a la ciudad.
En un documento de 1275 se cita la existencia de un núcleo de «cristianos nuevos» que todavía seguían vistiendo como moros
La convivencia existió durante algunos años hasta que se produjo la rebelión mudéjar de 1264 que alentó el rey de Granada Muhammad l, momento en el que ese miedo de la ciudad fronteriza revivió entre sus habitantes. Después de esta revuelta cambió la atmósfera y algunos mudéjares abandonaron la ciudad y otros se convirtieron. En un documento de 1275 se cita la existencia de un núcleo de «cristianos nuevos» que todavía seguían vistiendo como moros.
También era singular dentro del caserío el barrio judío, que se encontraba en la Puerta de las Perlas donde luego estará la Puerta de la Carne, cuando en el siglo XV se levante el Matadero de los Reyes Católicos. Los judíos estuvieron protegidos por el rey. Primero Fernando III y después su hijo Alfonso X que les otorgó el privilegio de que tres mezquitas se convirtieran en sinagogas. Esos templos que tras la expulsión pasarían a ser las iglesias de Santa María la Blanca, San Bartolomé y Santa Cruz.
Si recorriéramos la ciudad siguiendo las murallas, veríamos hermosos y placenteros paisajes como la Buhaira que albergó los palacios de recreo andalusí, el arroyo de los Caños de Carmona que abastecía de agua la ciudad, la calzada, el campo de las mártires Santa Justa y Rufina, las huertas de la Macarena y San Lázaro. Y a los lejos el camino de Sevilla la vieja, las ruinas de la famosa Itálica. Sin olvidar la vega de Triana que acogía el famoso arrabal con la fortaleza almohade que con los siglos pasaría a ser el tenebroso castillo de la Inquisición. En Triana se podían encontrar también la iglesia de Santa Ana, que se levantó en tiempos de Alfonso X.
Hasta allí el olor a mar del Guadalquivir se mezclaba con el del aceite del Axarafe, ese que serviría para condimentar pero también para alumbrar las velas de ánimas, los altares, los oratorios y las capillas de la Sevilla cristiana. Todo ese mundo sagrado que pintaban los artistas que el rey sabio alojaba en el Alcázar. Las cantigas que narraban los milagrosos sucesos de la epopeya de conquista vivida en Sevilla, cabecera de la Baja Andalucía. Atrás quedaba la mítica Ixbilia, en el sueño de sus antiguos pobladores y en esos cantos hechizados que a veces se oían al caer la tarde.
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