RELOJ DE ARENA
Antonio Ruiz: valió la pena
La vida que se construyó Antonio para perseguir un sueño es absolutamente prometeica
Félix Machuca
Sevilla
Nada existe sin una oportunidad y si esta no se da, te la buscas. Eso es lo que, probablemente, le pasó por su tozuda cabeza a aquel zagalillo que, soñando con ser torero, recaló en Gómez Cardeña, el cortijo de Juan Belmonte. Iba sobrado de ... ilusiones y escaso de medios. Pero del zurrón de maletilla rebosaban las ganas, los deseos, los sueños y aquella palabra tan dulce como un caramelo: triunfar. Antonio Ruiz, padre de Juan Antonio Ruiz Espartaco, buscó su oportunidad en aquel cortijo belmontiano de Utrera. Allí recaló para tentar vaquillas y soñar con la seda y el oro y espantar de su vida la dura realidad de la arpillera. Fue uno de tantos que pasaron por aquel cortijo buscando el hueco para cruzar de la oscuridad a las luces. Formaba parte de los chavalillos que cuando acababan de darle pases a una vaquilla escuchaban la voz del mayoral diciéndoles: «toreros, al pajar». La jornada había terminado y se descansaba en el granero. Un día se le abrió la barriga al cielo, llovió con resabios bíblicos y una vaquilla le había dado una paliza a Antonio de tal calibre que el mayoral se lo comentó al Pasmo. Algo debió verle cuando lo invitó a que viviera en el cortijo, a que se quedara allí sin hacer la ruta de los tentaderos, trabajando y escuchando los consejos del maestro. Dicen que le abría la cancela del cortijo cuando Juan salía a pasear en su caballo, rotunda estampa campera de un verso de Villalón. Y cuentan que, en la placita, Juan le dijo que mirara por una rendija de las tablas y se fijara en lo que le colgaba al toro muy cerca del rabo. Antonio miraba y no sabía a lo que se refería Belmonte. El maestro se lo aclaró: «lo que le cuelga son los huevos. Y los tiene más grande que los tuyos. A los toros no se les gana por huevos, sino por la inteligencia». De aquella amistad entre Pigmalión y su discípulo queda el nombre del triunfador de la dinastía espartaquista: Juan Antonio. Juan por Belmonte y Antonio por su padre.
La vida que se construyó Antonio para perseguir un sueño es absolutamente prometeica. Un esfuerzo interminable, agotador, tan obsesivo como la persecución del capitán Ahab tras aquella ballena blanca, metáfora de tantos anhelos. Hasta que tomó la alternativa en Huelva, Antonio Ruiz, siguió peleando por buscar su sitio, su oportunidad. Lo amparó El Pipo, compartió con el Cordobés tentaderos y, fue testigo directo de cómo el apoderado picaba al que patentó el salto de la rana con el ejemplo de Antonio. El Cordobés se había comprado un Gordini y viajaban los tres juntos. Y El Pipo se empeñó en calentar a un jovencísimo Manuel Benítez. Que si este torea más que tú, que si Antonio es un torero de verdad… El Cordobés alcanzó el punto de ebullición. Paró el coche y le dijo al Pipo: «si este es el bueno ya estáis los dos abajo porque el coche es mío…». Antonio no se apeó de su sueño taurino pese a que no llegó a triunfar. Pero era el capitán Ahab persiguiendo a Mobby Dick. Llevó a sus hijos a los tentaderos. Los estudió. Vio quién tenía facultades para la gloria. Y si hacia falta viajar hasta Madrid y vivir allí para estar cerca del lobby taurino, donde se guisaban las oportunidades, se dejaba Espartinas y se vivía en un sótano tan oscuro y lúgubre como los que describía Cela en sus novelas de poetas y funcionarios hambrientos. Antonio trabajó tan duro que solo un carácter tan autoexigente e inmisericorde con él mismo, podía soportarlo. Estamos ante el hombre que entrega hasta el aliento por conseguir vencer al toro de la vida. Muchos años después, en su círculo más cercano, se escuchó decir que el padre se sintió realizado con el triunfo del hijo y que Juan Antonio fue torero por hacer feliz a su padre. Pero hasta entonces el duro y tortuoso camino de Antonio fue levantarse antes de que cantara el gallo, irse a los abastos de la capital a descargar camiones y especializarse en los sacos más difíciles, aquellos que por su contenido herían hombros y espaldas. Por unas pesetillas más. Ahorraba como aquel Scrooge del cuento de Navidad de Dickens. Y lo que caía en la hucha era para mantener a su familia y avalar la inversión emocional de ver torear a su hijo. La vida le exigió tanto que cualquier hubiera firmado la paz dando la guerra por perdida. Pero Antonio estaba hecho con fibras antiguas, de los tiempos de la necesidad y la algarroba, austero como un monje cartujano y duro como un adoquín de Gerena. Con sus manos construyó la casa de Espartinas. Las mismas que nunca le sudaron de miedo, en los pueblos donde había galches, plazas olvidadas con toros como uros antediluvianos, para banderillearlos porque los toreros se presentaban sin cuadrillas o bien desertaban ante semejantes bisontes. Lo que ganaba, a la hucha. Para perseguir el sueño.
Con su indesmayable constancia logró encontrar para su hijo el hueco por el que se pasaba de la oscuridad a las luces. Torearon por lo bufo para que Juan Antonio pudiera cerrar el espectáculo dándole pases de verdad al becerro. Se representaba el cuento de Blanca Nieves y los siete enanitos. Espartaco hijo, un chaval entonces, se disfrazaba de lobo y los enanos, en vez de huir del lobo, le hacían maldades, zancadilleándolo y empujándolo. Antonio sentía hervir su sangre y, un día, se disfrazó de Lobo y esperó a los enanitos. Les zurró. Hasta el punto de que se oía decir entre ellos: «correr, correr que no es el niño…». Tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tanta pelea valió la pena. Marc Anthony lo cantó a su manera: «valió la pena lo que era necesario para estar contigo». Antonio le dio su forma para encontrar la oportunidad de llegar al gran amor de su vida: la pasión torera…
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