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Epifanía en el Starbucks

«Por lo visto, Starbucks aún factura miles de millones, aunque ya no se presume de ir allí. Algo parecido pasa con la cancelación»

Bienvenidos al presente

Antón Álvarez (C. Tangana) EP
Bruno Pardo Porto

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Hubo una época en la que en Madrid no creabas nada si no estabas en un Starbucks. Había que sentarse en unos taburetes bajísimos y sacar el Mac para sentir que podías escribir la gran novela española, si es que tal sueño existe o existió ... alguna vez. Allí se juntaban los aspirantes a novelista y los diseñadores y los publicistas, y todos fruncían el ceño frente a la pantalla y algunos sacaban su iPod y se ponían su lista de música de concentración. La gente de la calle los miraba a través de los ventanales, que eran casi una prefiguración de las stories de Instagram. En los Starbucks, Madrid se parecía a Nueva York, y la juventud empezó a pagar los cafés con tarjeta de crédito, en un gesto aspiracional que los acercaba a 'Gossip Girl' por la vía del contactless (por ahí también llegó la inflación: fue dejar de tocar el dinero y las cosas empezaron a encarecerse). El vaso del Starbucks, con su agarradera de cartón para proteger la mano del calor, con tu nombre escrito en permanente negro, se convirtió en un signo de estatus, de sofisticación, igual que hoy lo son los termos Stanley, que están invadiendo España aprovechando la cortina de humo de Trump. En los Starbucks, quiero decir, sucedía la vida cool. Pero ya nadie dice cool.

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