Gérard Depardieu: «La vida es mi auténtica pócima mágica»

—¿Qué es lo que le ha movido a vestir de nuevo el pololo de Obélix?

—Lo adoro: siempre en las nubes y sin un mal pensamiento. Si, por desgracia, le viene alguno a la mente, son de una tristeza infinita. Eso es lo que hace que sea tan extremadamente conmovedor. No hay nada negativo en él. Solo es un gordo al que no le gusta que le traten como a un gordo (risas).

—¿En qué se parece a él?

—En que, a veces, me puedo sentir humillado. No sé si me parezco tanto, o el hecho de que el personaje me encante hace que tenga cierto deseo de ser como él. No envidio tanto su fuerza, porque por naturaleza tengo un físico que es capaz de soportar un montón de cosas, sino más bien su lado positivo.

—Y todo un gourmet como usted, ¿cómo explica la pasión culinaria de Obélix por los jabalíes?

—¡Pero si el jabalí está muy bueno! Mejor en salsa que asado, eso sí. El jabato es exquisito, aunque el apetito de Obélix no tiene parangón, igual que su generosidad. Ocurre lo mismo cuando está enamorado: todo es excesivo para él. No es un tipo razonable pero sí hermoso, a su manera.

—¿Tiene alguna poción mágica en la realidad?

—¡La vida! Esa es mi auténtica pócima mágica. Mi exceso de vida es inconmensurable, y a veces puede ser un poco agotador para la gente que vive a mi alrededor…

—Todo el mundo está de acuerdo en que ningún otro actor podría dar vida a Obélix. ¿Es agradable estar tan asociado a un personaje?

—Sí, sobre todo a un tipo tan simpático... Es excepcional dar vida a un dibujo.

—¿Llegó a conocer a Goscinny?

—Claro. Durante los años 70 trabajé en «Le Viager» y «Les Gaspards», dos películas de Pierre Tchernia co-escritas junto a Goscinny. Le adoraba porque era inteligente, risueño y bueno hasta la médula. Se encuentra su espíritu en «El pequeño Nicolás» o en «Astérix». A pesar de ser un adulto, era como esos chiquillos que saben observar. Eso le pone en primera fila, el poder mirar al mundo con los ojos maravillados.

—¿Qué opina de las cuatro adaptaciones en las que ha colaborado?

—Nunca juzgo, ni a las películas, ni a los actores. Lo que más me interesa es el encuadre y las luces. Pero el mérito que tiene la primera cinta es que supo dar vida a un tebeo, y eso es muy difícil; la segunda, que fue un éxito rotundo, estaba muy impregnada de «humor Canal+»; en la tercera estábamos algo perdidos con la trama olímpica;, pero aquí Julio César (y Fabrice Luchini, que lo clava) ha venido al rescate.

—¿Y de la llegada del 3-D?

—No soy un gran seguidor del 3-D porque prácticamente solo se usa en películas americanas de ciencia ficción y, antes que ver «Avatar», prefiero leer a A.E. van Vogt, Asimov u otros grandes autores del género. Pero debo reconocer que, para dar vida a estos personajes, con rasgos tan cargados como los del cómic, y para ilustrar el espíritu de un pequeño pueblo bretón, el 3-D funciona muy bien.

—¿Cree que limita a un actor?

—En realidad, nada es una limitación. Ni actuar sobre un fondo verde, ni delante de una cámara 3-D. Actuar es el oficio más tonto y más formidable que existe. Cuando no se toma en serio, es fabuloso porque no es un trabajo. Por eso mismo me exaspero cuando la gente se lo toma como una misión e intelectualiza todo. Afortunadamente, cuando yo estoy en escena, no hay nada de intelectual en ello (risas).