DE RABIA Y MIEL
La vida secreta de los edificios
Eres todos esos edificios que se convirtieron en hogar antes de alcanzar la categoría de templos
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Iniciar sesiónQué tienen ciertas piedras que levantan junto a ellas estructuras místicas paralelas, como si tras los muros se edificaran pasadizos arquitectónicos clandestinos que solo figuraban en los planos maestros de los ojos que habitaron los espacios. Qué mezcolanza de magia y fidelidad dio lugar ... al cemento que solidificó el sagrado material que compone la reminiscencia. Quién bendijo las manos del obrero que sudó entre bocatas la construcción de lo que albergaría mucho más que un ejército de esqueletos vestidos. Quién protegió el descanso de esos operarios que en un ayer bendito se ganaron su jornal sin saber que esculpían en su monotonía lo que habría de ser el soporte de muchos anhelos, de infinidad de sueños que traspasarían por mucho todas y cada una de las vueltas al sol que los vigilaba.
Poseen personalidad los edificios, todas heredadas de los que los observamos, de los que vagamos por su interior y nos dejamos el caudal de nuestras horas desperdigados por sus pasillos. Son un compendio de identidades absorbidas que forman, en una amalgama infinita, un alma llena de almas, una suma de rostros y circunstancias que dan lugar a un orden atípicamente armónico, a una materia insondable y misteriosa que le proporcionan un carácter único a lo que solo se presenta como inanimado para los que no tienen la vista educada y graduada en el ejercicio de los sentimientos inabarcables. Esos que tienen su domicilio fiscal en el paraíso inexpugnable de la imaginación, en la residencia furtiva de los sextos sentidos.
Sí, los edificios tienen manías, nos relacionamos con ellos, les otorgamos nombres, muchas veces extraoficiales, tremendamente personales, con los que referirnos a ellos. Son las prendas con las que se visten las ciudades, los outfits eternos de una geografía familiar. Puntos de ida y de vuelta de paseos, que nos ayudan a no perder pie en mitad de la jungla de asfalto que sostiene nuestros pasos.
Somos los edificios en los que hemos vivido, porque ellos son los cofres que guardan nuestros secretos envueltos en el embalaje de la nostalgia. Eres esa aula desvencijada en la que aprendiste lo que era la amistad. Eres el bar decadente donde debutaste en borracheras, donde balbuceaste una tontería primigenia y reíste como solo se ríen los que se fugan del mundo por primera vez. Eres la infame discoteca aquella en la que te tropezaste con un amor que te deslumbró, que luego te bautizó en la montaña rusa de los desengaños. Eres esa oficina a la que entraste lleno de inseguridades, como el becario sin desbravar que comienza su andadura en el mercado laboral. Eres todos esos edificios que se convirtieron en hogar antes de alcanzar la categoría de templos.
Por eso eres, y somos, las manos en la espalda de Ernesto mientras contempla en Heliópolis como se hunde la piqueta en el epicentro de la ilusión. Como derriban las máquinas las piedras que refugiaron su alegría, como dejan al descubierto, en un invisible baile de polvo, un tesoro que ahora descansa en su cabeza.
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