La Alberca
La montera del Nobel
La idea de que Vargas Llosa llevara aquel tesoro de Curro Romero a Estocolmo la dio Ramón Ybarra
FUE Ramón Ybarra, a quien llorará la ausencia la Virgen de la Candelaria, quien tuvo la idea de llevarle la montera de Curro Romero a Mario Vargas Llosa para que recogiese el Nobel con ella. Fernando Iwasaki, que estaba preparando con el fotógrafo Daniel Mordzinski ... la vestimenta del maestro en el Grand Hôtel de Estocolmo, se lo encontró por la calle y le contó lo que estaba tramando. Y Ramón, que ha sido uno de los sevillanos más sensibles, le soltó con toda naturalidad: «¿Y por qué no le llevas a Mario la montera de Curro Romero?». El 12 de diciembre de 2010 ABC publicó la foto del premio Nobel de Literatura con su frac sosteniendo en sus manos las moritas con las que había alcanzado la universalidad el Faraón de Camas. Romero siempre ha tenido la inquietud de llevar la tauromaquia a los más altos hornos de la cultura. Y aquella montera que le había regalado su suegro, Antonio Márquez, salió de su casa por primera vez en otras manos porque su presencia en el teatro sueco suponía una de las mayores victorias del toreo en su historia. Y de alguna manera aquello era también un homenaje a su compadre Lars, aquel aficionado que ponía a su propio hijo como escudo en las plazas para frenar el lanzamiento de almohadillas. Curro jamás le ha tenido ningún apego a las cosas materiales. Lo ha regalado todo. Su generosidad es ilimitada. Pero esa montera era su cofre secreto. Su vida. Había admirado tanto el toreo de Márquez que en el vacío de su cabeza guardaba el Faraón la nostalgia de aquella forma de colocarse ante el toro, de aquella lentitud tan difícil de explicar incluso para los más egregios escritores del mundo. Pero ni ese celo tan íntimo le impidió otro de sus gestos de grandeza. Curro guardó la montera en su maletín y se la dejó en depósito, sin papeles, a Fernando Iwasaki. Para que los rizos negros de la cultura taurina llevasen el silencio de Sevilla a la Maestranza de Estocolmo.
Aquella historia, que no era más que un romántico homenaje de Vargas Llosa a su abuelo Pedro, que le había llevado de niño a la plaza de Cochabamba, levantó un revuelo. Pero el peruano nunca se arredró. En su pregón taurino de Sevilla, que ahora cumple 25 años, Vargas alzó la voz para defender que «entre todas las artes, acaso la más difícil de explicar racionalmente sean las corridas de toros, una fiesta que conquista las emociones y sensaciones, esa facultad de percibir lo inefable, lo innominado, que fraguan la sensibilidad y la intuición, exactamente como ocurre con la poesía o la música». Por eso unos años después posó con el tesoro del Faraón en las manos y consagró una hazaña que sobrevive a todas las ventoleras: la de las letras que han escrito los dioses sobre el albero. Esa prosa de sangre, tan sencilla que parece imposible, es una obra faraónica que trasciende a la propia monumentalidad del de Arequipa y del de Camas. Y ahora que la muerte ha venido a la plaza coincidiendo con la de Cristo en la cruz debemos brindar con esa montera por la eternidad de los genios.
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