Quemar los días

Gañanes

El hampa que representan Koldo, Ábalos y compañía pertenece a la categoría más baja y pedestre de la mafia

Seguramente, con perdón de El Padrino, la película más icónica de Marlon Brando sea Un tranvía llamado deseo, pero la que le dio su primer Óscar fue La ley del silencio. En ella, clavaba el papel de un exboxeador que trabajaba para un mafioso de ... la estiba de los muelles neoyorquinos. Uno de los momentos más célebres tiene que ver con la descomunal paliza que sufre por parte de los esbirros del mafioso. Romper la ley del silencio era y es un pecado imperdonable.

De toda la porquería que hemos conocido en estos días, sin duda la más repugnante es la conversación grabada entre Koldo y Cerdán en la que ambos negocian la distribución de las mordidas y en la que Cerdán insiste para que el primero guarde silencio. «¡Que no hables de esto, que no se habla!», le dice, procurando seguir una máxima que finalmente, por su propia torpeza, él quiebra: no hablar de algo para que parezca que no existe.

Wittgenstein sintetizó en una sola frase la mayor parte de su imbricado corpus filosófico: «De lo que no se puede hablar, hay que callar». Él se refería a la incapacidad del lenguaje para transmitir lo inexpresable. En la filosofía mafiosa, se persigue incapacitar al lenguaje para transmitir lo ominoso. Creando, con ello, una doble realidad: la que sucede hacia dentro, donde gobierna el delito, y la que se comunica hacia fuera, donde nada de eso existe, y todo es pulcro y honesto.

Pero en el hampa también existen categorías, y la que representan Koldo, Ábalos y compañía es una de sus manifestaciones más zafias y ordinarias. Es una mafia de andar por casa, de gente descamisada y en babuchas, amigas del apetito primario y del mal gusto. Esa que, como también sufrimos en Andalucía con los ERE, gusta de queridas, prostíbulos, estupefacientes y lujos burdos, y se maneja con la alegría del indigente al que le toca la Lotería. Era también mafia de estibadores, concretamente de los muelles de Baltimore, la de aquella memorable segunda temporada de The Wire, el friso monumental de la corrupción que creó David Simon. El polaco Sobotka, líder de aquella banda, era un tipo absolutamente elemental, rudo, mediocre, sin dos dedos de frente. Ábalos podría haber figurado perfectamente como primo o cuñado del vulgar Sobotka. Desde el principio de toda esta trama, de hecho, una de las cosas que más me sorprendió fue el ridículo tándem que conformaban el tripudo Ábalos y el gigante cargador de piedras Koldo. Cerdán, con su aspecto portátil, no resulta mucho más refinado. Son mafiosos brutos, gañanes, de guante sucio, como aquellos miserables sentados a la mesa de Viridiana. Incapaces de cumplir ni siquiera con el precepto básico de la mafia, ese que recomienda no quebrar la ley del silencio.

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