Ni santa ni justa
Buenos augurios
Pero al ambientador de ajito podría oler la calle cualquier día de octubre, de enero o de agosto
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Iniciar sesiónPor aquí no se ve nada. Una se coloca en la avenida principal y algunos árboles encuadran la carretera y un río de coches parpadea más abajo. Ahí arriba, tras el monumento sobre el que gira la ciudad, un presentador de televisión anuncia sonriente un ... servicio de comida a domicilio. Si saliera en coche del núcleo urbano, con suerte podría despedirse de cuatro dientecillos de cristal que arañan el aire, que rasgan la verticalidad. Serían los mismos rascacielos que al otro lado de la ventana llegaría a identificar en octubre, en enero o en agosto. Aquellos edificios no zanjan el tiempo. No vienen y van.
Tampoco se cuela por la nariz. El otro día, no obstante, la misma plaza enorme y desordenada en la que se arremolina la ciudad olía entera a ajo frito, como si alguien se hubiera propuesto que España, que se meneaba como bandera sobre las cabezas de los paseantes, tocara también las narices. De golpe aquel sitio, que en ocasiones se asemeja a un descampado de cemento, parecía vivido, que no vivo, puesto que para lo primero —de sobra es sabido— se necesitan luces en la cocina y para lo segundo solo hacen falta prisas, bocinas y persianas metálicas que se desplomen cuando llegue el atardecer. Pero al ambientador de ajito podría oler la calle cualquier día de octubre, de enero o de agosto. Los españoles, escribió Camba, nos cauterizamos con ajo el paladar. España, dijo la cantante británica transformada en diseñadora, huele a ajo. Su tufillo no alerta de un cambio ni avisa de una mudanza. En estas alacenas el ajo siempre está.
Aquí no hay señales. No se conduce al frío a una puerta de colores de cuarenta metros para, desde allí, ya sin chaleco en los hombros, decirle adiós a la piel de gallina con un floreo de las manos. Aquí nadie espera salir una mañana de casa y que el aire se descubra meloso y ligero, picante y dulce, cargado de azahar, preñado de incienso. Aquí la tradición no despierta al cuerpo con migajas de primavera.
Desde aquí, 550 kilómetros al norte de Sevilla, no lo huelo ni lo veo, pero sospecho que está a punto de suceder. Un día de estos alguien saldrá a tomarse un café durante su descanso a media mañana y al regresar a la calle el aire le chivará que esto ya está aquí, que en cualquier momento la manta tendrá que volver a su altillo, que en nada las esquinas de Los Remedios y del parque de María Luisa, allá donde llegue el autobús, se cuajarán de furgonetas que ofrezcan hamburguesas, algodón de azúcar y buñuelos para la recena. Caminará por una Constitución despejada cualquier tarde y a la mañana siguiente la yincana de sillas del recorrido oficial le recordará que es hora de ir pensando en las vacaciones de verano. La ciudad, en Sevilla, se transforma con el cambio de tiempo y de esa manera, el tiempo, que cuando no se delimita se escurre, que cuando no se celebra se pierde, resucita la costumbre, flirtea con el futuro y ancla el pasado en el presente. Y el café de las once empasta mejor con el aroma del naranjo.
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