tigres de papel

179 síes

La Constitución del 78 fue concebida bajo la premisa de que habría cosas que ninguno de los principales partidos políticos haría

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Hay un grado preliminar, casi párvulo, de la conciencia política que considera que lo esencial de la democracia es sumar votos. Ese es el talismán con el que juegan, por ejemplo, todos los tiranos plebiscitarios. La lógica del sí o no, conmigo o contra mí, ... tiende a convertir el gobierno en un casino regido por el título de la canción de ABBA: 'The Winner Takes It All'. El que gana se lo lleva todo. Sea por un voto, o sea por 36. A poco que uno madure, o estudie, descubre que los estados democráticos y de derecho son contextos donde hay cosas que, sencillamente, no pueden votarse o que requieren un consenso extraordinario para poder ejecutarse. Las democracias liberales se caracterizan, precisamente, por limitar cualquier poder. También el poder de las mayorías y de las cámaras legislativas.

La tradición liberal asumió, con buen criterio, que la convivencia se sustenta, fundamentalmente, en el respeto a las reglas comunes. Las leyes y la arquitectura institucional nos protegen, pero no bastan para garantizar la convivencia pacífica. Kant concibió en 1795 una república cuya arquitectura legal e institucional permitiría incluso la viabilidad de un pueblo de demonios. Sin embargo, todos sabemos que ese entramado regulativo perfecto no existe y que además de normas, leyes e instituciones las naciones requieren de gobernantes que atesoren algunas virtudes mínimas.

Nuestros padres constituyentes lo sabían, y tal vez por eso existen ámbitos de nuestra Constitución que no quedaron cerrados. Una constitución no es una literalidad formal sino que, como dijera Isócrates, representa el alma de un Estado. Por eso, ninguna constitución podrá resistir a un mal gobernante dispuesto a violentar los pactos tácitos y no escritos. La Constitución del 78 fue concebida bajo la premisa de que habría cosas que ninguno de los principales partidos políticos haría, y en la previsión de esa cautela se confió en que el equilibrio entre conservadores y progresistas sería suficiente para que cada uno contuviera a sus propios diablos. La derecha mayoritaria debería civilizar a los suyos, y la izquierda, igualmente, asumía una cierta domesticación de sus extremos. Hasta hoy.

La excepcionalidad del sanchismo tiene muy poco que ver con la investidura de un hombre por 179 votos. Esa suma es legítima. La saludable y mayoritaria reacción civil no cuestiona esa aritmética, sino el conjunto de concesiones que han servido para agregar esa insólita mayoría. El 78 funcionó porque el socialismo democrático fue también mullidor de la institucionalidad. Por eso es tan relevante que ahora la Justicia y la alta Administración se opongan a esta temeridad política. Hay cosas que nos prometimos no hacer, pero Sánchez ha decidido hacerlas. Nuestra Transición se concibió de la ley a la ley y ahora el PSOE asume el riesgo de destruirla bajo ese mismo método. 179 síes no deberían bastar para algo así.

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