siempre amanece
Los bares se mueren
El día en que perdamos los bares habremos muerto como nación. Quizás haya sucedido ya
Las verbenas de ETA
Por una mili rural
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Iniciar sesiónVuelvo de San Sebastián a certificar cómo los bares enferman y se mueren. Uno está en la barra de toda la vida, y cada vez que vuelve de Madrid, le falta algo, o le sobra, en una kafkiana transformación que resulta angustiosa. Como si ... a tu madre le cambiaran la nariz, las manos, después el olor, y un día llegas a tu casa y te está haciendo una tortilla de patatas una señora que no conoces de nada. En este alzheimer hostelero hago recuento y mis establecimientos preferidos de la parte vieja donostiarra los he ido perdiendo en una suerte de lepra, como el que pierde un dedo, como el que pierde un ojo. Cambian, digo, y un día uno entra en su bar después de unos meses de asfalto en Madrid y le dicen que tiene que hacer cola, y que hay que esperar turnos para ponerse en este o en otro sitio de la barra que, de pronto, está parelada discretamente por líneas invisibles.
Las barras antes eran infinitas y, dependiendo de si había mucha gente o poca, la podían ocupar seis o doscientas treinta personas, pues un palmo era suficiente para tomar algo en la hermandad establecida con desconocidos. Eso sin contar la segunda, tercera y cuarta fila en las que uno se las arreglaba según su ingenio y eso que llaman ahora el 'know-how' de conocer el rincón junto al teléfono de monedas o la esquina aquella detrás de la puerta y poder llamar la atención del camarero –un hermano–, desde seis metros de distancia para pedirle dos zuritos.
Ahora funcionan como restaurantes de pie. El camarero te mira, te trata y te toca con la distancia y el desprecio de un urólogo. Han cubierto los pinchos con una vitrina como si fueran el diamante Cullinan que se expone en la Torre de Londres, y para comer esto o lo otro, en lugar de cogerlo, hay que pedirlo al camarero, rellenar una lista, señalar por códigos en una carta y otros deprimentes papeleos que hacen del pote donostiarra una burocrática y tediosa tarea, lejos de la autenticidad de antaño. No digo ya de aquella espontaneidad de tirar las servilletas y las conchas de los fritos de mejillón al suelo que hace años se perdió y creo yo que fue el principio de toda esta triste decadencia en la que los bares de potes ya son esas cafeterías en las que te dan el café en vaso de cartón con tu nombre apuntado a rotulador: «Cathelyn».
Por ahí se ha roto España: ni por la amnistía, los indultos, o el cupo catalán. Este país caerá si pierde sus barras, su hostelería sea la misma en Donosti que en otras partes del mundo, esto es un mojón, y uno no sepa si está en un bar de Donosti o en uno del aeropuerto de Zurich. Ahí habremos muerto definitivamente como nación. El día en que se hayan muerto los bares se habrá perdido España para siempre. Hay días como este en los que creo que haya sucedido ya.
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