El mal en 46 minutos, 55 segundos y 5 centésimas
Viaje a la herida V (y final)
Desde hace semanas, Israel enseña a periodistas, diplomáticos y mandatarios grabaciones alrededor de la muerte de 139 personas de las 1.200 que Hamás mató el 7 de octubre de 2023. Vengo a explicar lo que vi, por qué lo vi y por qué está bien que lo viera
Viaje a la herida, en podcast | Chapu Apoaolaza: «Hay risas, celebraciones y un orgullo de que están matando»
Enviado especial a Israel
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Iniciar sesiónPara que nadie pueda grabar las imágenes que se van a emitir, en la puerta del aula de la base del ejército israelí al norte de Tel Aviv, una soldado que tiene edad de subir videoselfies a su cuenta de Tik Tok nos guarda ... los teléfonos en unas pequeñas taquillas metálicas y nos entrega las llaves de las puertas del infierno. Cuarenta y seis minutos, cincuenta y cinco segundos y cinco centésimas dura el vídeo con las imágenes que ha recopilado Israel de las cámaras, teléfonos y 'body cams' de los terroristas y sus víctimas. Desde hace semanas, enseña a periodistas, diplomáticos y mandatarios -las vio Pedro Sánchez- grabaciones alrededor de la muerte de 139 personas de las 1.200 que Hamás mató el 7 de octubre de 2023. Vengo a explicar lo que vi, por qué lo vi y por qué está bien que lo viera.
Enuncio a continuación y ahorrando detalles, la única de las escenas de la pieza que voy a relatar en este texto. En ella, un padre sale a toda prisa de su casa del kibutz mientras carga en sus brazos con sus dos hijos de unos 8 años. Los tres, en calzoncillos, se esconden en las duchas de una piscina. Los terroristas los descubren y lanzan al interior de la dependencia una granada, entran a rematar al padre a tiros, sacan a los niños heridos y los meten en la cocina. Los chicos lloran y se lamentan. «¡Han matado a papá, ha pasado de verdad!», grita uno de ellos y el otro llama a su madre: «¡Mami!». Más tarde, ella encontrará al padre muerto y los encargados de seguridad del kibutz se la llevarán en volandas en un pataleo desesperado, pero aún no sucede. De momento se ve que a uno de los niños que está sentado en la mesa de la cocina, la metralla le ha herido en la cara. Su hermano se le acerca, acaricia su cabeza y le pregunta: «¿Tú ves algo por ese ojo?». Responde que no. El terrorista echa un vistazo a lo que hay en la nevera y se abre un refresco.
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Cada espectador posee el recuerdo de una escena que se le ha hecho más insoportable que las demás. Esta de los niños es la mía -porque ya es mía-, y hoy sé que estará conmigo para siempre en el baúl de los fantasmas en el que guardo, para entendernos, algunas visiones de la muerte de mi propio padre. Asisto al resto de la cinta fuera de mí, noqueado mientras el mal despliega sus planos más íntimos en formas fantasmagóricas sin escala abarcable que componen decapitaciones, torturas, miradas perdidas, muertos de todos los colores, edades y formas, y un terror sin parangón. Asisto a él mientras jadeo, cambio de postura, y susurro oraciones entrecortadas que con el paso de los minutos van perdiendo su sentido.
La mirada de las mil yardas
En mis compañeros encuentro muecas de dolor, ojos vidriosos, ceños fruncidos, y la mirada de las mil yardas. Todos en algún momento apartan la vista, que es una manera de irse. Sin siquiera girar la cabeza, buscan en el pupitre que tienen delante un alivio que solo se concede en parte, porque puedes cerrar los ojos, pero no puedes cerrar las orejas así que, si te niegas a ver, el mal se te cuela por los oídos.
«Los terroristas aclaman a su dios por la gracia que les concede, pues están felices en su administración del dolor y aúllan»
Suenan tantos disparos en todas sus versiones -clic-clic-clic, bumbún, pompom, ta-ta-ta- que en un momento ya se te hacen familiares y al cabo del tiempo sabes distinguir las armas por el sonido como los esquimales distinguen no sé cuántos tipos de blanco. En la dimensión sonora con que se expresa el ser humano se cuentan jadeos, gruñidos, gritos, susurros de gente escondida, órdenes de los asesinos, risas, jolgorio y un continuo de 'allahuagbares' superpuestos sin referencias a la ocupación israelí, los límites fronterizos del 67, ni el resto del argumentario con el que la masacre se intenta explicar en el resto de Occidente.
Los terroristas aclaman a su dios por la gracia que les concede, pues están felices en su administración del dolor y aúllan en una fiesta de caras descompuestas por la adrenalina y esa alegría descoyuntada y lisérgica casi de tripi. También se escuchan conversaciones entre los asaltantes y los mandos que dan órdenes y otras entre los asaltantes y sus familias. Uno de ellos toma el móvil y llama a su padre para contarle que ha matado a diez judíos con sus manos aún manchadas de sangre. El padre le dice con la voz entrecortada por el orgullo que «mamá está aquí, llorando de alegría».
En los confines del mal
La celebración de la maldad excede por mucho el conflicto territorial en el que los contextualizadores contextualizan -y los matizadores, ¡cómo matizan!- todo este horror sin medida, ni horizonte. El mal, pienso, está ahí ante uno y no hay manera de evitarlo, por lo que uno solo lo puede contemplar de frente. Reconozco su rostro porque me lo he cruzado algunas otras veces, pero nunca con la nitidez con la que en este momento se definen sus facciones y su envergadura. Si consideráramos la maldad como un universo oscuro que se expande hacia el infinito a millones de kilómetros por hora desde que el día en que el hombre se hizo hombre, el límite del mal, su pared si se prefiere, quedaría aquí mismo, en lo que estamos viendo en la sala en la que estamos sentados y de la que nadie se levanta hasta que la soldado que guardó nuestros teléfonos enciende las luces.
«Lo que yo deseo es que no hubiera pasado, pero no que no lo hubiera visto»
Cuando todo termina, camino por el pasillo, me refresco la cara en el lavabo y pienso que ojalá pudiera pulsar un botón y volver atrás hasta los días en los que aún no había visto esta carnicería. Bien pensado, lo que yo deseo es que no hubiera pasado, pero no que no lo hubiera visto.
Todas las entregas de 'Viaje a la herida'
- «Sánchez está en el lado equivocado de la historia»
- Los últimos que resisten a Hizbolá en el norte de Israel: «Si dejas de vivir junto a la frontera, esa tierra deja de ser tu tierra»
- Nir Oz, el kibutz de Israel donde Hamás perpetró una matanza de viejos 'hippies'
- Los israelíes desplazados en Tel Aviv por la guerra: «Nos estamos volviendo locos. No sabemos cuándo volveremos»
Porque yo tenía el deber de entrar en aquella casa del kibutz como tuvimos el deber de entrar en las cámaras de gas y porque la ocultación del horror pasado y/o su desmemoria solo conceden el espacio suficiente para que prendan horrores nuevos. Hay que saber de las formas y existencias concretas del mar para comprendere que hay que combatirlo y esforzarse en erradicarlo con todas las armas que estén a nuestro alcance. Hay que salir ahí a hacerle la guerra.
En lo estrictamente personal, también tenía que verlo porque hay que sentarse ahí a mirar y guardarse lo visto en algún lugar del corazón, y vivir con ese dolor latiendo en alguna parte para que tengan sentido los saludos, los adioses, las caricias y las broncas en el desayuno porque Macarena aún no se ha peinado y llegamos tarde al cole. Hay que verlo para despedirse cada noche como si durmiéramos a seis metros de pasillo de la puerta del refugio y darle un sentido nuevo, por ser más verdad lo que en ellas se dice, a las fórmulas que usamos en casa antes de que se duerman nuestros hijos: «Te voy a querer siempre. Pase lo que pase. Hagas lo que hagas».
«Esta herida no se cerrará jamás como otras, y está bien que así sea. Hay cosas que un hombre tiene el deber de no olvidar»
Al decírselo aquella noche en conversación por llamada de whatsapp tumbado en la cama de la habitación del hotel en Tel Aviv después de ver el vídeo, en el pensamiento de la habitación de los críos que imaginaba caliente, segura y a oscuras, se apareció la visión de los niños del kibutz sentados en la cocina ante el asombro de su orfandad estrenada. En ese momento comprendí que los estaba acunando también a ellos, desnudos, aterrados y sangrando, prisioneros de la maldad de aquellos hombres y de su descomunal pena. Entonces, comprendí que esta herida no se cerrará jamás como otras no se han cerrado, y está bien que así sea. Hay cosas que un hombre tiene el deber de no olvidar jamás.
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