Estos son los principales problemas de vivienda sufridos desde Felipe II en el infierno de Madrid
Aunque el momento actual puede considerarse uno de los peores momentos de nuestra historia para alquilar o comprar una casa en la capital, el problema no es nuevo. Se inició en el siglo XVI, cuando la Familia Real empezó a construir la gran urbe imperial que tenía en mente
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Madrid
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Iniciar sesiónABC, el 22 de mayo de 2024: 'Qué propone cada partido para solucionar el problema de la vivienda en Madrid'. Apenas una semana después, en este mismo diario, una nueva advertencia: 'El problema de vivienda amenaza con estrangular la creación de empleo y lastrar el crecimiento económico' ... . Y un mes más tarde, más de lo mismo: 'El Consejo Económico y Social alerta del aumento de la pobreza y el problema de la vivienda'. Así podría seguir con todo tipo de titulares publicados en los último años, tanto en esta cabecera como en todos los medios de comunicación de España.
Sin embargo, poca gente sabe que los problemas con la vivienda en Madrid comenzaron inmediatamente después de que Felipe II la nombrara capital de España en 1561. Su abuelo Felipe IV fue quien mandó trazar el plano, a mediados del siglo XVII, con la idea de construir la gran urbe imperial que él y sus antepasados habían soñado. A continuación decidió derribar la antigua muralla y levantar una nueva que tenía sus límites en la Puerta de Bilbao, Puerta de Alcalá y Puerta de Toledo. Con estos nuevos límites, el Rey estaba convencido de que la ciudad podría crecer en habitantes y edificios sin problemas durante los próximos siglos… pero se equivocó.
La capital se convirtió en un foco de atracción de la población extranjera y, sobre todo, de la España rural que, en pocos años, provocaron los primeros problemas para encontrar una vivienda para todos y a un precio asequible dentro de la zona amurallada. El problema se agudizó durante el siglo XVIII, hasta el punto de que la ciudad se quedó pronto sin terrenos para edificar y acoger a los nuevos vecinos. La única solución que encontraron fue añadir más pisos a las viviendas ya existentes, poniendo en riesgo la seguridad de muchos madrileños por la escasa supervisión de las obras.
En el siglo XIX el problema se hizo ya insostenible. Varias señales alertaron del problema sobre aquel viejo Madrid. Por un lado, las epidemias de cólera de 1835 y 1855, que sembraron de cadáveres las calles y pusieron el foco sobre las pésimas condiciones higiénicas que había producido el hacinamiento. Por otro, el estallido popular que acompañó a la revolución de 1854 y que advirtió a las autoridades de las amenazas que suponía no aliviar la situación de pobreza que afectaba a esa nueva población. De hecho, ya rescatamos en anteriores reportajes de ABC los testimonios de importantes periodistas y escritores como Benito Pérez Galdós, Pío Baroja o Julio Vargas.
«Madrigueras humanas»
Este último, por ejemplo, calificó de «madrigueras humanas» muchas de las casas que se construyeron en la calle de San Germán, en el barrio de Cuatro Caminos, cuando la población se comenzó a extender más allá de las murallas. Así describía también el barrio de las Peñuelas en una de sus crónicas para 'El Liberal' a mediados de 1885: «Lo primero que llama la atención es un arroyo de copioso caudal, cuyas negruzcas aguas repugnan a los ojos y ofenden el olfato. Al intentar descubrir el origen del hediondo vertedero y su pestilente riachuelo, uno cae en la cuenta de que son las aguas fecales que se desbordan en el Manzanares por ese punto».
Aquel Madrid que describía por primera vez este intrépido periodista era muy distinto al que conocemos en la actualidad y al que los madrileños habitaron a mediados del siglo XX. A mediados del siglo XIX, la ciudad estaba constreñida dentro de sus tapias, que durante años impidieron su expansión a pesar del crecimiento demográfico. Para que se hagan una idea, en esos años Londres contaba con dos millones de habitantes, por 200.000 de la capital de España. A pesar de ello, esta última tenía unos índices de población muy superiores.
En la capital británica, a cada habitante le correspondía una superficie de 100 metros cuadrados y en Madrid, de 26. Eso nos da como resultado una urbe constreñida en la que la población más pobre y con mayores problemas para adquirir una vivienda terminó por desparramarse fuera los límites de la ciudad en arrabales inmundos como los que describieron Pío Baroja y Galdós más tarde. En 1903, el primero denunció así esta situación en 'El Pueblo Vasco': «Madrid está rodeada de suburbios en donde viven peor que un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada en el fondo de África. ¿Quién se ocupa de ellos? Nadie, absolutamente nadie». Seis años antes, el segundo escribía en su novela 'Misericordia': «Empleé largos meses en visitar las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid, como el de Las Injurias, polvoriento y desolado. En sus miserables casuchas se alberga la pobretería más lastimosa».
Gente que huía de la pobreza
Desde hacía más de medio siglo se intentaba acabar con este problema, pero la solución nunca terminó de llegar en aquellos años de expansión incontrolada. A comienzos de la década de 1830 se produjo la llegada de nuevos flujos de inmigrantes que hicieron crecer la población de Madrid como nunca antes lo había hecho. La mayor parte de los recién llegados era gente humilde que huía de la pobreza de sus lugares de origen y buscaban una vida mejor. La realidad que se encontraron, sin embargo, fue muy diferente, porque raramente encontraban lo que buscaban en una ciudad en la que no había viviendas ni empleo para todos.
A mediados de siglo, Madrid alcanzó los 250.000 habitantes. Esa cantidad puede parecer muy poco alarmante a la luz de los 3,2 millones que tiene hoy, pero la capital no estaba entonces preparada para acoger a tanta población dentro de sus murallas. Los madrileños vivían hacinados y en pésimas condiciones higiénicas. Aún así, se añadieron más pisos a los edificios, las calles se estrecharon y fue más difícil que en ellas entrara el aire y la luz. Ni siquiera las fuentes contaban con el agua suficiente como para saciar a tantos vecinos.
Las autoridades se pusieron manos a la obra y dictaron algunas medidas, como construir nuevas plazas y ensanchar las ya existentes. Estas operaciones de cirugía urbanística pretendían modernizar la ciudad y crear nuevas viviendas que acogieran a esa población que no paraba de crecer. Las más significativas fueron las de la zona de la actual Puerta del Sol, donde se derribaron viejos edificios y se reordenaron las calles, y las del Canal de Isabel II para solucionar el problema del agua, pero seguía faltando espacio en una ciudad diseñada hacía dos siglos.
El ensanche
Las autoridades se dieron cuenta de que se necesitaba un cambio más radical, un Madrid nuevo que pudiera afrontar los desafíos demográficos y habitacionales. La decisión de romper con el pasado y derribar las viejas murallas de Felipe IV se tomó en los últimos años del Reinado de Isabel II. Su ejecutor fue el ingeniero Carlos María de Castro, que presentó el Proyecto de Ensanche de Madrid encargado por el Ministerio de Fomento en 1860. En un principio, con dicha medida se multiplicó por tres la superficie de la capital y se garantizó el crecimiento en avenidas más anchas en contraposición con el enmarañado laberinto del antiguo casco, pero ni siquiera eso acabó del todo con el problema, tal y como denunciaban Galdós y compañía.
La razón principal es que el crecimiento demográfico se aceleró a mayor velocidad que lo que se ampliaba la ciudad. En 1900, la capital alcanzó los 500.000 habitantes, pero en 1904 se publicaba en ABC el siguiente artículo lleno de sarcasmo, firmado por Pablo J. Solas, en el que se denunciaba una situación que a día de hoy sufren millones de vecinos en algunas de las grandes ciudades españolas:
«Compre usted un solar, encomiende a un arquitecto la construcción de una casa, edifique un jaulón con muchas habitaciones pequeñas, muy pequeñas, y de techos no muy altos; emplee en el inmueble cuantos materiales baratitos, procedentes de derribos, pueda, y decórelo a la moderna. Si es posible tener en cien metros cuadrados sesenta inquilinos, distribuidos entre la planta baja y cinco pisos sobre ella, el problema está resuelto. ¿Que son muy pequeñas las habitaciones? ¡No importa! ¿Que no hay apenas aire respirable? ¡Da igual! [...]. El caso es sacar buen interés al capital invertido en la edificación, que lo demás todo es cuento».
Una décadas después, este diario recogía las deficiencias de estos nuevos ensanches en otro artículo que evidenciaba que los problemas no habían desaparecido: «Los terrenos de Larache y Arcila han sido objeto de una gran especulación. Su precio se ha multiplicado por cien, aunque hace cuatro años era insignificante. Las viviendas escasean hasta tal punto que resulta imposible llevar a las familias a la mayor parte de la colonia europea».
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