El germen del odio de Hitler: cuando los aliados pudieron evitar la IIGM... y prefirieron asfixiar a Alemania
El Tratado de Versalles, bandera del nazismo contra las grandes potencias europeas, aplacó las pretensiones de Francia a costa de subyugar a Prusia
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Iniciar sesiónMás de una veintena de países participaron en la Primera Guerra Mundial, un conflicto que involucró a 42 millones de soldados y se extendió por toda Europa y parte de África. Sin embargo, desde que se firmó el Armisticio que puso fin a las hostilidades en 1918 ... y los cañones al fin callaron, la máxima de los vencedores fue sola una: demostrar que el único responsable de las matanzas y de los cuatro años de enfrentamiento había sido el Imperio Alemán. Con esa idea en la cabeza estructuraron el Tratado de Versalles, un pacto de más de 200 hojas y 440 artículos en el que los germanos admitían su culpabilidad y se comprometían a pagar unas abusivas 'reparaciones de guerra' a los Aliados.
La delegación de la República de Weimar, entre la espada y la pared, no pudo hacer nada para paliar el daño que iba a causarles el hacha del verdugo. «Nos piden que reconozcamos una mentira», afirmó en el mismo Versalles el principal representante germano, el conde Brockdorff-Rantzau, durante las negociaciones. Tanto él como sus compañeros solicitaron una y otra vez que se abriera una investigación que dirimiera qué causas habían llevado a que el conflicto generalizase, pero no sirvió de nada. Sin tener a los derrotados en cuenta, Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia firmaron el texto el 28 de junio. Con ello sembraron la semilla de un odio que, años después, fue utilizada por el Partido nazi de Adolf Hitler para llegar al poder.
Del dolor a la venganza
El camino hacia el Tratado de Versalles fue breve, apenas siete meses, pero intenso. Comenzó el 11 de noviembre de 1918, la fecha en la que Europa puso fin a cuatro años de muerte mediante la firma del Armisticio. Con él cesaron de forma oficiosa las hostilidades iniciadas en 1914 y terminó, de forma definitiva, la Primera Guerra Mundial. Aquella jornada la noticia fue recibida con júbilo en las diferentes capitales aliadas. En Gran Bretaña, por ejemplo, cientos de ciudadanos tomaron la Trafalgar Square de Londres para celebrarlo. Otro tanto pasó con los soldados. Los miembros de una de las muchas baterías francesas que avanzaban hacia el frente no dudaron en descorchar todas las botellas de vino que pudieron reunir y beber durante toda la noche para conmemorar que, al día siguiente, ya no tendrían que combatir. La Europa victoriosa aplaudía su victoria.
Pero no sucedió lo mismo en Alemania, la gran derrotada de la contienda. Aquel noviembre de 1918 fue aciago para los germanos. No solo habían sido aplastados, sino que el Segundo Reich había saltado en mil pedazos tras la abdicación de Guillermo II, un káiser superado por las circunstancias y por una revolución en su propio país. Para la gloriosa Prusia que había resurgido tras derrotar a Francia en 1870, el Armisticio fue un verdadero mazazo. Los mismos oficiales germanos, en otro tiempo altivos, tuvieron que aceptar a regañadientes las duras condiciones de paz impuestas por los aliados. Matthias Erzberger, el principal delegado de la comitiva encargada de las negociaciones, declaró a la postre que el 11 de noviembre no pudo hacer más que firmar los documentos que pusieron frente a su pluma a pesar de que sabía que, en un breve período de tiempo, provocarían el hambre y la anarquía en su país.
«Si los británicos tienen tantas ganas de apaciguar a Alemania, deberían mirar […] al otro lado del mar […] y hacer concesiones coloniales, navales o comerciales»
Lo que Erzberger desconocía era que los Aliados no se detendrían en ese punto y que planeaban obligar a Alemania a pagar los gastos de una guerra que había dejado atrás 19 millones de muertos, 25 millones de heridos, decenas de miles de edificios destruidos, 12 millones de toneladas en cargueros hundidas y un coste económico de entre 300.000 y 400.000 millones de dólares de la época. Con esta idea en la cabeza se reunieron, el 18 de enero de 1919, las potencias vencedoras en la Conferencia de París bajo la dirección del llamado 'Comité de los cuatro'; un organismo formado por el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, el premier británico Lloyd George, el primer ministro francés Georges Benjamin Clemenceau y el jefe del ejecutivo italiano, Vittorio Emanuele Orlando. La reunión pretendía dirimir las condiciones de la paz y redactar un tratado con las exigencias que se impondrían a los alemanes, a los que no se permitió asistir a las sesiones.
Desde enero, cada miembro del 'Comité de los cuatro' puso sobre la mesa sus planes para Europa. Clemenceau, el más anciano y rudo de todos ellos, buscó venganza contra la instigadora de la contienda. «Alemania pagará», afirmó. Wilson, mucho más idealista y taimado, apostó por una política benévola basada en la reconciliación. Esta quedó representada en sus famosos '14 puntos'; una suerte de dogmas que buscaban la reducción del armamento de todas las potencias que habían participado en la Primera Guerra Mundial, la creación de una Sociedad de Naciones que garantizase la paz en el futuro o la abolición de la 'diplomacia secreta' (la que, según creía el presidente, dirigía los enfrentamientos en la sombra). Al líder galo le enervaba este positivismo. «No me interprete mal, también nosotros vinimos al mundo con los nobles instintos y las elevadas aspiraciones que usted expresa […]. Nos hemos convertido en lo que somos porque nos ha moldeado la mano brutal del mundo en el que tenemos que vivir y hemos sobrevivido porque somos gente dura», le espetó en una ocasión.
George, por su parte, buscaba hacerse con las colonias de Alemania y Turquía y destruir, por el potencial que había demostrado, a la flota germana. Sin embargo, durante la totalidad de las negociaciones también fue partidario de que se gestara una paz duradera y de no ser severos con los derrotados. Además, llamó en múltiples ocasiones a la calma como requisito previo para plantear las condiciones que se establecerían contra Alemania. «Nuestra paz debería de ser dictada por hombres que actúen con el espíritu de unos jueces que intervienen en una causa que no afecta personalmente a sus emociones ni sus intereses y no con un espíritu de enemistad sangrienta, que no se contenta sino con la mutilación y causando dolor y humillación», afirmó. Como a Wilson, Clemenceau también le respondió: «Si los británicos tienen tantas ganas de apaciguar a Alemania, deberían mirar […] al otro lado del mar […] y hacer concesiones coloniales, navales o comerciales». Italia, en la práctica, fue la cuarta en discordia y sus opiniones apenas fueron tenidas en cuenta.
En las semanas que siguieron la posición francesa terminó por imponerse. Así quedó claro cuando, a finales de mayo, la delegación germana presente en París exigió que se organizara un proceso para dirimir qué nación era la verdadera culpable de la contienda. La respuesta fue tajante: «El pueblo alemán y sus representantes apoyaron la guerra […] y obedecieron las órdenes de su gobierno, por despiadadas que fueran. […] Ahora no pueden pretender, […] al perder, […] que es justo que se liberen de las consecuencias de sus actos». Los derrotados, a pesar de ello, intentaron una y otra vez paliar el daño que se avecinaba. Pero no les sirvió de nada. El 22 de junio los aliados, dolidos todavía por cuatro años de muertes, rechazaron cualquier tipo de modificación en las cláusulas que habían redactado, entregaron el borrador a los representantes del gobierno de la nueva República de Weimar y les dieron 48 horas para aceptarlo. Tras confirmar que aceptaban, el 28 de junio se firmó el Tratado de Versalles en el Salón de los Espejos del mismo palacio. Un documento cuyas directivas eran severas con el perdedor y que terminó, de forma oficial, con las hostilidades.
Contra el perdedor
Aunque el Tratado de Versalles involucraba a dos decenas de naciones, la realidad es que la protagonista fue solo una: Alemania. Valga como ejemplo que el nombre de este país se repetía más de medio millar de veces en el documento, mientras que Francia apenas ochenta, Rusia veinte y Gran Bretaña once. Para la, en otros tiempos, grandiosa Prusia, rubricar este pacto implicaba aceptar y admitir algo sangrante: que había sido la culpable de las desgracias que se habían sucedido en Europa entre 1914 y 1918. Así quedaba claro en el artículo 231 de las 'Disposiciones generales': «Los Gobiernos aliados y asociados declaran y Alemania reconoce que ella y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todas las pérdidas y todos los perjuicios que han sufrido los Gobiernos aliados y asociados y sus naciones a consecuencia de la guerra que les ha sido impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados». Eso implicaba asumir que la muerte de más de 19 millones de personas (10 de ellas, civiles) había sido responsabilidad suya.
Como culpable del enfrentamiento, la Triple Entente exigió a Alemania la «reparación de todos los perjuicios causados a la población civil de cada una de las potencias aliadas», así como a los mismos gobiernos, y «el reembolso de todas las sumas que Bélgica ha prestado» para ayudar a la victoria durante «el periodo en que estas potencias han estado en beligerancia». En la práctica, esta cláusula se tradujo en el pago de 31.400 millones de dólares a Estados Unidos (unos 450.000 millones actuales) y 6.600 millones de libras a Gran Bretaña. Pero no solo eso. Para paliar la matanza masiva que se había producido de animales durante la contienda (más de ocho millones de caballos y mulas fallecieron durante el enfrentamiento) Prusia debía entregar, en un período de hasta siete años, más de 400.000 cabezas de ganado de «salud y estado promedio». En ellas, según quedó detallado en el artículo 244, se incluían «ovejas, cerdas, novillas, cabras» y hasta sementales.
A todas estas cláusulas se sumaron, nada más y nada menos, que 44 millones de toneladas de carbón, el oro negro de la época, a entregar en un plazo de diez años. Tampoco faltaron las 'reparaciones' de otros productos como el benzol, el alquitrán, el sulfato de amoníaco o «aceites ligeros y pesados». Esta curiosa lista de la compra no solo buscaba restituir las materias primas que las potencias aliadas habían perdido durante la contienda, sino aplastar el crecimiento económico del vencido, evitar que pudiese equiparse para la guerra en un futuro y armarse, a su costa, contra la revolución que Vladimir Lenin y el Partido bolchevique habían iniciado en 1917. Los aliados, de hecho, admitieron en una de las cláusulas del tratado que a los germanos les iba a resultar casi imposible hacerse cargo de los pagos: «Los gobiernos aliados […] reconocen que los recursos de Alemania no son suficientes, […] pero exigen las reparaciones». Los pagos eran tan abusivos que los derrotados terminaron de abonarlos el pasado 2010.
Pero las económicas no fueron las 'reparaciones' que más escocieron a los vencidos. A nivel territorial, los germanos se vieron obligados a entregar a Francia los territorios de Alsacia y Lorena, ubicados en la frontera este del país galo. Ambos pertenecían al Reich desde 1870, cuando cambiaron de manos después de la guerra franco-prusiana. El Tratado de Versalles tildaba la decisión de una «obligación moral» necesaria para «acabar la injusticia hecha» en el siglo XIX. Años después, Hitler utilizó este artículo para soliviantar a los ciudadanos de su patria contra los aliados. En sus memorias, el 'Mein Kampf', calificó la expropiación de «mediocre» y la consideró una forma de someter las regiones a la «hidra francesa». El futuro 'Führer' también esgrimió en su favor otro dos de los puntos más controvertidos de este pacto: la conversión de Danzig (una urbe con mayoría étnica alemana) en una 'ciudad libre' protegida por la Sociedad de Naciones y la entrega de una parte del territorio germano a Polonia para dotar al país de una salida al mar; lo que, a efectos prácticos, dividió el viejo imperio en dos.
Las cláusulas castrenses tampoco fueron bien recibidas en el bando perdedor. Ubicadas entre los artículos 159 y 213 del Tratado de Versalles, establecían que «las fuerzas militares alemanas serán desmovilizadas y reducidas» de forma drástica. La primera limitación consistió en «reducir el total de efectivos» del ejército de tierra en «100.000 hombres incluyendo oficiales y reservistas». Su misión debía ser, de forma exclusiva, «el mantenimiento del orden interior y el control de las fronteras». En caso contrario, se permitía a los aliados volver a actuar contra los germanos. También se prohibió al país la «fabricación de armas, municiones o cualquier material de guerra» (tampoco carros de combate o submarinos). Para terminar, se ordenó a la marina entregar «dentro de un período de dos meses desde la entrada en vigor del presente tratado los barcos de guerra de superficie» a las potencias aliadas. Lo mismo sucedió con los aviones de las fuerzas aéreas. Solo hubo una excepción: «cien hidroaviones […] destinados a la recogida de minas submarinas».
Por si fuera poco, el tratado también estableció que Francia tomaría parte del oeste de Alemania para asegurarse de que se cumplían las directivas. «A título de garantía de ejecución, por parte de Alemania, del presente tratado, los territorios alemanes situados al este del Rhin, juntamente con las cabezas de puente, serán ocupados por las potencias de los aliados y asociados durante quince años».
Duras consecuencias
El tratado no fue bien recibido en Alemania. En Berlín, la sociedad le puso rápidamente el sobrenombre de 'Diktat' (dictado) debido a que había sido impuesto por las potencias sin tener en cuenta a los derrotados. El pueblo germano no se sintió tampoco responsable de la contienda, pues había sido el recién exiliado emperador y sus generales los que habían decidido embarcar al país en el conflicto allá por 1914. Durante los meses siguientes, los nuevos partidos de derechas se valieron de este sentimiento de indignación para ganar adeptos. Los grupos, algunos tan famosos como el NSDAP de Adolf Hitler, enarbolaron en su favor las tesis nacionalistas del legendario general Erich Ludendorff, la cabeza visible del ejército en la Primera Guerra Mundial, y arguyeron que los Aliados no habían vencido, sino que los verdaderos patriotas habían sido traicionados por la comunidad judía residente en Prusia que no había querido ir al frente (la teoría de la 'puñalada por la espalda'). A su vez, cargaron contra la delegación que había acudido a Versalles y apodaron a sus miembros los 'criminales de noviembre' por no haberse opuesto a las disposiciones.
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La idea de fomentar la reconciliación con Alemania se esfumó. Eso es innegable. Con todo, el Tratado de Versalles sí logró impulsar la creación de la Sociedad de Naciones, un organismo que buscaba, como quedó bien descrito en la primera parte del documento, forjar una paz duradera en el mundo mediante «el firme establecimiento de convenios de derecho internacional» y luchar por el «mantenimiento de la justicia» a través del «escrupuloso respeto de todos [...] los tratados» adoptados entre los miembros. A su vez, la llegada de forma definitiva del fin de las hostilidades provocó que se firmaran una serie de pactos que delimitaron las fronteras de la Europa de la época. Los más destacables fueron el de Saint Germain (que desmembró el Imperio Astro-Húngaro en varios estados más pequeños) o el de Sèvres (que reorganizó el territorio de Turquía, la otra gran derrotada en 1918).
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