El PSOE acelera la degradación del Congreso con su mala praxis
El sanchismo normaliza el abuso de las herramientas legislativas para obtener fines partidistas
Batet y Gil anteponen el cumplimiento de la agenda del Ejecutivo a la defensa de las funciones de las Cortes
Madrid
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Iniciar sesiónTres años después de que Pedro Sánchez fuera investido presidente del Gobierno de la mano de Podemos, PNV, ERC y Bildu, el deterioro del Parlamento ha avanzado a pasos de gigante, a base de malas prácticas utilizadas por Moncloa con el consentimiento de Congreso y ... Senado. La manifestación más evidente para los ciudadanos es la conversión de los debates en exhibiciones de confrontación, radicalización, pérdida de respeto y búsqueda de titulares ajenos a la materia en discusión.
Pero la degeneración del Parlamento va mucho más allá de los minutos televisados. El Ejecutivo ha convertido en rutinario el abuso de los instrumentos a su alcance para robar a las Cortes su potestad legislativa y evitar su control. Abusando hasta niveles nunca vistos de los decretos-leyes, la teledirección de proposiciones de ley del propio Congreso y la aprobación de normas ómnibus, Sánchez está desfigurando el ejercicio de las funciones del Parlamento y difuminado de manera peligrosa la separación de poderes. Algo solo posible gracias a la complicidad de quienes presiden el Congreso y el Senado, Meritxell Batet y ahora Ander Gil, respectivamente, que han renunciado a ejercer su función de controlar los excesos del Ejecutivo.
Funciones fagocitadas
Las cifras lo ilustran a la perfección. En lo que va de legislatura, el Consejo de Ministros ha aprobado un total de 92 reales decretos-leyes, dejando pequeños los récords que marcaron primero José María Aznar y luego Mariano Rajoy. Si el primero hizo historia al aprobar 114 'decretazos' en sus ocho años de gobierno y el segundo no se quedó atrás con 107 en seis años y medio, Sánchez suma ya un total de 135 desde que aterrizó en Moncloa hace cuatro años y medio.
El líder socialista está haciendo historia por su abuso de los 'decretazos' en las cifras, pero también en las formas. El mayor ejemplo es el decreto-ley que llegó a aprobar en noviembre de 2021 sobre derechos de autor. Una norma de supuesta extraordinaria y urgente necesidad pero con una estructura superior a la de muchas leyes. Constó de siete libros, subdividido tres de ellos en títulos y capítulos, para albergar un total de 91 artículos y 18 disposiciones complementarias. Lo nunca visto en un decreto-ley.
Las consecuencias de este exceso son menos mediáticas que un minuto de bronca parlamentaria, pero mucho más trascendentales por cuanto suponen la fagocitación de la función de legislar que tienen las Cortes. No en vano, los padres de la Constitución previeron el decreto-ley como un instrumento para ser usado por el Gobierno solo en caso «de extraordinaria y urgente necesidad», ya que son cocinados por el Ejecutivo sin pasar por los órganos consultivos –salvo casos contados–, no cabe la participación ciudadana, entran en vigor sin el permiso de las Cortes, no admiten enmiendas del Congreso, tampoco un debate parlamentario pormenorizado y ni siquiera son vistos por el Senado.
«Uso torticero a sabiendas»
Con este instrumento, el papel del Poder Legislativo se reduce a que el Congreso diga «sí» o «no» a su mantenimiento en vigor, con el único margen de poder convertirlo en ley para iniciar una tramitación que, en el mejor de los casos, introducirá cambios en el texto varios meses después de su entrada en vigor. Pero incluso este último margen está siendo abusivamente bloqueado por Sánchez.
Las cifras vuelven a hablar por sí solas. De los 91 decretos-leyes convalidados por el Congreso en esta legislatura –el número 92, el último paquete de medidas anticrisis, aún no ha llegado a la cámara–, un total de 51 iniciaron su tramitación posterior como leyes, pero solo 16 han conseguido culminarla. Los otros 35 son proyectos que al Gobierno no le interesa que avancen y que semana a semana son bloqueados por PSOE y Podemos gracias a la mayoría que ostentan en la Mesa del Congreso.
«Es gravísimo», opina Raúl Canosa, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid. «El decreto-ley se ha vulgarizado tanto que está desplazando al proyecto de ley como herramienta ordinaria y, en consecuencia, se está desplazando la función legislativa del Congreso al Gobierno», ahonda, calificando la situación de «patología democrática».
«Hay una banalización de la urgencia y extraordinaria necesidad, dos adjetivos que utilizaron los constituyentes para recalcar la excepcionalidad con la que debía ser usado el real decreto-ley», subraya Canosa. En esta línea, también hace hincapié en la inconstitucionalidad que puede entrañar gobernar sistemáticamente por decretazo. «Si todo es urgente y extraordinario, la excepcionalidad desaparece», denuncia.
Para José Manuel Vera, catedrático de la misma materia en la Universidad Rey Juan Carlos, el Gobierno está utilizando los decretos-leyes «de manera torticera, para fines distintos a los que tienen». Y ello con la gravedad de que «lo está haciendo a sabiendas». «Están confundiendo –en Moncloa– la urgencia con las prisas de manera consciente, jugando con el principio de que es constitucional todo lo que se aprueba en las Cortes, aprovechando que los recursos se fallan años después». Y actuar así, advierte, puede constituir un fraude de ley.
Debates de mínimos
El abuso de los 'decretazos' es la principal mala práctica con la que el Gobierno de Pedro Sánchez está desplazando la función legislativa del Congreso al Ejecutivo. Pero se ayuda con las otras dos herramientas señaladas antes. Por un lado, la generalización de la técnica ómnibus, con la que el Gobierno mezcla temas que no tienen nada que ver en una misma norma. Así reduce al mínimo el debate y análisis parlamentario de temas polémicos que deberían abordarse de manera separada y, de paso, recorta su recorrido mediático.
El Tribunal Constitucional (TC) ya sentenció la inconstitucionalidad de esta maniobra, precisamente por recurso del mismo PSOE que la utiliza ahora con fruición. Una normalización de esta mala práctica. De nuevo, las cifras son el mejor testimonio. Si en 2021 el Gobierno de Pedro Sánchez aprobó 32 decretos-leyes, al menos 25 de ellos regularon materias variadas que no tenían conexión entre sí.
El último ejemplo, y el más extremo, fue la introducción de la reforma de las mayorías necesarias para cambiar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Constitucional como enmiendas a una proposición de ley –la de eliminación de la sedición y rebaja de la malversación– con la que no tenían relación. Un intento frustrado por el propio TC tras el recurso de amparo presentado 'in extremis' por el Partido Popular.
Y, junto al abuso de la técnica ómnibus, la teledirección de las proposiciones de ley. Una herramienta reservada para los grupos que tienen representación en el Congreso y concebida para la propuesta política de la oposición más que para legislar. Por ello no prevé la participación ciudadana, alegaciones de los afectados ni el examen de los órganos consultivos, obligatorio cuando el Gobierno impulsa un proyecto de ley.
Y también por ello Sánchez está manejando el Grupo Socialista del Congreso para que plantee proposiciones de ley de iniciativas del Gobierno cuando quiere evitar todas las garantías y aprobar por vía ultrarrápida reformas que sabe que serían severamente reprochadas por los expertos y la sociedad. Esta ha sido, por ejemplo, la vía utilizada por el Gobierno para recortar las funciones del CGPJ, aprobar los impuestos a las energéticas y la banca o, recientemente, para eliminar la sedición y rebajar la malversación.
Carlos Vidal, catedrático de Derecho Constitucional de la UNED, señala al propio Congreso, presidido por la socialista Meritxell Batet, como culpable de esta desfiguración de las funciones del Parlamento. «No es un problema puntual del modo de legislar, sino de la actitud de las presidencias de ambas cámaras. Deben cobrar conciencia del papel que tienen en el sistema democrático, porque ahora mismo el Parlamento no se está respetando a sí mismo», critica.
En este sentido, Vidal pide a Batet y a Gil una «reflexión» sobre «hasta qué punto ambas cámaras se han rebajado en el ejercicio de sus funciones». «Es lamentable que el Tribunal Constitucional tenga que decir a las Cortes cuáles son sus funciones de control al Gobierno, como sucedió tras la prórroga de seis meses del estado de alarma», recuerda. Este jurista también destaca la «falta de protagonismo» de Congreso y Senado en el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces denunciada por ABC. «¿Qué han hecho los presidentes de Congreso y Senado? Nada, se han plegado a que negocien Sánchez y Feijóo cuando la responsabilidad constitucional de la renovación del CGPJ recae en el Parlamento», critica.
Este catedrático se pregunta retóricamente si quién marca los ritmos parlamentarios es la Mesa del Congreso o el Gobierno. «El Parlamento está permitiendo que la mayoría gubernamental decida cuando legisla y a qué velocidad», cuestiona, en alusión al uso de las proposiciones de ley desde Moncloa y al bloqueo sistemático de proyectos que no interesan al Ejecutivo. A partir de aquí, pide a Batet que recupere la mentalidad de que el Congreso es el «representante de los ciudadanos y tiene que ejercer como tal». «Lo contrario es desprestigiar a la institución», remacha.
El Congreso, un instrumento
Con Vidal coincide Rafael Murillo, catedrático de la Universidad San Pablo-CEU. «El Gobierno está hurtando la labor del Poder Legislativo y se está produciendo una degradación de las funciones del Parlamento. El Congreso se ha quedado en un mero instrumentalizador de decisiones que no se toman en la propia cámara, sino en el Gobierno», destaca.
Este jurista subraya, además, la pérdida de calidad de las leyes que está trayendo consigo la generalización de los 'decretazos', el aumento de las normas ómnibus y el recurso del Gobierno a las proposiciones de ley, además de la desvirtuación del debate y la discusión que son propias del Parlamento. «Cada fase de la tramitación ordinaria tiene un objetivo, intentar asegurar el máximo acierto de las leyes», apunta. Cuando se obvia, cunde el desacierto y con él la judicialización de la acción política y la degradación del Parlamento.
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