Quevedo y el honor
GATOS QUE FUERON TIGRES
Su duelo en San Martín fue un recordatorio de que en esta villa la honra se defendía con sangre y también con palabras que cortaba como el viento de la sierra
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Madrid
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Iniciar sesiónCorría el año de 1611, y Madrid era una villa polvorienta y bulliciosa, un hervidero de espadachines, poetas, rufianes, beatas y mangantes, todos revueltos sobre un plato de callejuelas estrechas donde el olor a estiércol se mezclaba con el del pan recién horneado. La corte ... de Felipe III, recién asentada en Madrid tras el breve exilio vallisoletano, era un hervidero de intrigas palaciegas, versos afilados y pendencias a la menor excusa. En este escenario, don Francisco de Quevedo, caballero de ingenio cortante como su propia espada, protagonizó un lance que aún resuena en los anales de esta ciudad canallesca y Real: el duelo en la iglesia de San Martín.
El Madrid de entonces era un laberinto de corrales de comedias, de tabernas donde el vino sabía a gloria o a vinagre, y de plazuelas donde los hidalgos se batían a la mínima. Era un tiempo en el que el honor se defendía con espada y el ingenio con poesía. Pero también era un sitio que de noche se llenaba de peligro y el día, sin embargo, una tregua donde reparar miedos y heridas.
La parroquia de San Ginés en la plaza de San Martín, en el corazón de Madrid, justo detrás de la Calle Arenal, no era solo un lugar de oración, sino un punto de encuentro donde las lenguas afiladas cortaban más que las toledanas. Allí, entre santos y murmullos, don Francisco se topó con un tal don Eugenio de Torralba, un caballero de esos que se creen gallos del corral por llevar pluma en el sombrero y espada al cinto. Un encuentro, que cambiaría la vida de nuestro poeta y tigre de hoy, que pudo terminar en tragedia para nuestra cultura, nuestra historia y, sobre todo, nuestra literatura.
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Según cuentan las crónicas y el murmullo de los mentideros, todo empezó por una nadería. Unos dicen que Torralba osó criticar los versos de Quevedo, lo cual era temerario dado el carácter del genial poeta. Otros, que el tal Eugenio tuvo un gesto violento para con su esposa y que don Francisco no toleró. Sea como fuere, la chispa prendió en la sacristía de San Martín, donde Quevedo, con esa mezcla de sorna y furia que lo hacía único, retó al imprudente a un duelo al instante. Salieron fuera de la iglesia y la suerte, con guantazo o sin él, quedó echada.
Rasguño en el orgullo
El lance fue breve pero intenso. Dicen que, don Francisco, con un par de estocadas precisas, desarmó a Torralba y le dejó un rasguño en el orgullo más hondo que en la carne. El alboroto fue tal que los monaguillos corrieron a esconderse tras los altares, las beatas se persignaron como si vieran al diablo, y el sacristán, hombre prudente, salió a buscar a la Santa Hermandad antes de que la cosa pasara a mayores. Quevedo, con la calma de quien sabe que ha ganado en verso y en espada, se limpió la hoja, guardó el acero y salió al frescor de la calle Mayor, dejando tras de sí un reguero de habladurías. Aunque la consecuencia al envite vendría poco después. Gracias a la protección del Duque de Osuna, Quevedo no fue encarcelado ni perseguido por matar a un noble. Pero tuvo que abandonar España por un tiempo rumbo a Italia, donde Osuna le encarga dirigir y organizar la Hacienda del Virreinato. Fue muy bien recibido por la Academia de los Ociosos, fundada cuatro años antes por el entonces virrey de la ciudad, el conde de Lemos. Tras la caída de Osuna y un breve paso por la cárcel de Uclés, Quevedo espera con ansía el reino de Felipe IV que supuso para él la libertad y la vuelta al mentidero más célebre del Siglo de Oro: Madrid.
Y es que ese Madrid de principios de siglo XVII no era lugar para blandos. Las noches se alumbraban con antorchas y puñales, y los días con el trajín de carruajes, vendedores de empanadas y poetas que, como Quevedo, hacían de la pluma una daga y de la daga un verso. La villa, con sus tabernas como la del Turco o la de la Culebra, era un teatro donde cada cual jugaba su papel: el hidalgo arruinado, el fraile codicioso, la dama de virtud dudosa y el espadachín con más deudas que honra pero certero como un Alatriste de nuestra memoria. En medio de aquel fregado, Quevedo era rey, no por corona, sino por ingenio. Su duelo en San Martín no fue solo un choque de aceros, sino un recordatorio de que, en esta villa, la honra se defendía con sangre, pero también con palabras que cortaban como el viento de la sierra.
Y así, entre los ecos de las campanas de San Martín y el runrún de los mentideros, don Francisco siguió su camino, uno donde la vida era un verso y la muerte un mal paso. Don Francisco, quizá, era el maestro de ambos.
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