Las dos ciudades que separa el Metro de Madrid
BAJO CIELO
Un viaje en Metro tiene algo de mágico porque entras en una ciudad y sales en otra. Es como un viaje en el mismo tiempo, pero con un fondo distinto
Madrid 'se sabina'
Madrid
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Iniciar sesiónDecía Ramón de la Serna que «el metro es la forma más profunda de la prisa». Llegó como un relámpago de modernidad, allá en 1919, con un trayecto que unía Cuatro Caminos con la Puerta del Sol. Lo que hasta entonces era un paseo en ... gabán, de tranvía o a caballo, fue a principios del siglo pasado un agujero hacia el futuro, una bajada al submundo de la ciudad que te tragaba en Antón Martin para escupirte en Iglesia, en cinco o diez minutos de trayecto, y con la seguridad de que no te atropellara nadie en la alocada ciudad que era (y es) Madrid. Azorín, por ejemplo, adoraba sentarse en los bancos de las paradas de Metro para dejar en su memoria las imágenes de una población que no conocía en superficie, una suerte de retratos que iban pasando delante de sus ojos que después contaba en prosa de periódico costumbrista. Luego vendría todo lo demás hasta hoy. Que es a lo que hemos venido a contar.
Porque el Metro es un viaje a toda la España que vive en Madrid. Allí están los que madrugan y los que se acuestan tarde, los que van y vienen y una medida exacta de lo que se vive fuera, pero en un solo vagón de tren. Allí caben todos los barrios y todas las aspiraciones que tienen los gatos, sean felinos o no, pues al final, un vagón de metro es la ciudad en diez metros de largo. Y en movimiento, claro.
El otro día en la Línea 1 el sonido era de cumbia y de vals peruano. Entre Sol y Tribunal, dos cantantes entonaron ese folk andino que se reparte entre Tetuán y Rosas. En Alonso Martínez te vendían pulseras y collares hechos a mano por una mujer bajita de marcado acento boliviano. Antes de llegar Bilbao, un rapero colombiano había contado en una prosa pobre pero acertada, el último asesinato de Barranquilla por un vuelco entre clanes de droga. En Ríos Rosas, casi me tomo una arepa venezolana que ofrecía un señor que no podía sino hacerle el bien al resto. Llevaba la cuenta a un euro por mordisco y la bandeja tenía más ausencias que esperas. A mi lado, un rumano tenía mejor acento que un chaval al que se le veían los calzoncillos por una moda bastante poco higiénica que lucen ahora los imberbes. Luego escuché una canción de Quevedo que cantaba desde el móvil del chico, y comprendí que los dos necesitaban ir al logopeda con premura. Una señora mayor se sienta en el sitio que le ha dejado una mujer embarazada. Está de pocos meses y se baja en Cuatro Caminos, justo donde se suben al vagón dos señoras con pañuelo en la cabeza y vestido largo de una pieza. Me recuerda a las monjitas que caminan por Don Pedro arriba y abajo, justo al lado del viaducto de Segovia.
Dicen que ahora es en el Metro donde se quitan la vida los suicidas. Por eso me temo lo peor cuando, al bajarme en Estrecho, veo un tren parado y a la policía nacional corriendo escaleras abajo mientras todos los demás siguen a lo suyo. En el Metro todos van a lo suyo.
Un viaje en Metro tiene algo de mágico porque entras en una ciudad y sales en otra. Es como un viaje en el mismo tiempo, pero con un fondo completamente distinto, escenarios de miles de obras de teatro que van cambiando parada a parada. Arriba, la ciudad tiene un ritmo vertiginoso. Abajo, todo el mundo sigue a lo suyo. Puede que sea una forma de coger aire, aunque sea debajo de la tierra. Fuera todo tiene demasiada prisa y los que viajan en metro descansan ante lo que les espera.
Muñoz Molina en El Viento de la luna (Seix Barral, 2006) dice que «el metro de Madrid era como un río subterráneo donde viajaban fantasmas enlatados, rostros sin expresión, cada uno encerrado en su mundo, inmune al roce y al ruido». Y no le falta razón. Pero también tiene luz y tiene color, y huele y suena y canta. Y también, de pronto, te cruzas la mirada con otra que también te buscaba a ti. Y todo esto, antes de llegar a Plaza Castilla.
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