Mi barrio huele a 'smash burger'
BAJO CIELO
Ese taller es hoy una cocina fantasma: dividen el espacio en metros cuadrados para las marcas que llenan tu panza de gula y de nuevos hábitos
Algunas calles como Valderribas
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Iniciar sesiónLos jueves por la noche se apean en la esquina de casa una banda de repartidores. Hay bicis aparcadas, patinetes recargados y motos apagadas con el morro hacia la carretera. Ellos fuman, consultan el teléfono, se preparan. Hablan poco entre sí. No tienen demasiadas ganas ... de estar esperando la señal, el momento en el que empiecen a moverse. Algunos se sientan sobre sus burras; otros en el suelo. Al poco tiempo empiezan a mirar sus pantallas, pero permanecen juntos, como si consultaran un parte de guerra en silencio. Algunos calientan, estiran o ejercitan piernas y brazos como si fueran atletas en una previa. Ya no se miran entre sí. Son compañeros y adversarios.
De pronto la imagen es la de un hormiguero. Entran y salen por una puerta que fue un taller de coches. De día tiene la puerta cerrada. De noche, luciérnagas de motor entonan una banda sonora de batería eléctrica y prisa constante. Todos llevan una mochila cuadrada enorme a la espalda. Dentro, tu pereza.
El aire sopla del oeste, de poniente. Al mismo tiempo que empieza su ajetreo, su propia batalla, un olor a plancha y carne aplastada avanza entre soportales y ventanas abiertas. Se cuela por todas partes. El aroma del fin de semana es una hamburguesa aplastada, una 'smash' que potencia el calor de la plancha en tu napia.
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Aquel taller ha levantado una nave con dos chimeneas que tratan de engañar sacando del barrio el olor a barbacoa. Si le diéramos la vuelta al horizonte, serían tuberías al mar diluyendo tus deshechos en el agua alejándolos de la orilla. Pero cuando sopla el viento en esta dirección, los humos de tu último pedido se quedan en el aire, como si cada finde fuera una feria del pueblo que no volverá a ser.
Como ahora somos de anglicismos, ese taller es hoy una 'dark kitchen' o cocina fantasma. Dividen el espacio en metros cuadrados que alquilan como un espacio de trabajo a medias, un 'coworking', para las marcas que llenan tu panza de gula y de nuevos hábitos. Allí están todas las que venden más. La hamburguesa de este sitio; el pan de mantequilla de este otro; el doble queso de aquél…
Comparten espacio y le pagan la renta a un tipo que convierte una nave de trescientos metros cuadrados en veinte restaurantes distintos. No abre al público. Solo lo conocen los repartidores, los 'riders'. Allí reciben las comandas porque el hombre de hoy no cocina, pero tampoco sale. Ya lo predijo Juan Roig hace unas semanas: nadie cocinará en sus casas para el medio siglo. Quizá, entonces, todos los barrios apesten a hamburguesa como lo hace el mío de jueves a domingo. Antes olía distinto. Pero también nosotros éramos diferentes o, al menos, comíamos diferente.
Los de la banda de la puerta cobran dos pavos por trayecto, por pedido. Si la noche renta, harán cincuenta o sesenta euros después de treinta comandas con sus treinta paseos. A veces trampean y agrupan dos y tres a la vez. Al tercero le llega la comida fría, la patata pocha. Para paliarlo, algunas de las empresas cobran un suplemento para que lo recibas el primero, como los que pagan para embarcar antes al avión sin entender que saldrán a la vez. La ansiedad y la inmediatez juegan a favor de la cuenta de resultados. La prioridad es la religión de las personas que habitan hoy las ciudades. Y la banda de repartidores son el ejército que lo defiende a golpe de clic. Mientras no nos movamos del sillón, no molestará el olor a carne que se cuece en el barrio.
Pero si salen de su casa, si pasean al caer la noche, se darán cuenta de lo raro que es esto que hacemos con nuestro modo de vida. Antes se hablaba en el bar. Ahora te habla el teléfono porque las personas han dejado de mezclarse porque prefieren vivir encerradas en lo que les da la razón.
Y ahora también con la comida. Que se prepara en naves cerradas que han cambiado el olor de los barrios, el tráfico de las ciudades y las costumbres de sus ciudadanos. Se vive hacia dentro mientras se muere hacia afuera. Y eso hace que el olor a feria que recorre mi barrio de jueves a domingo parezca una verbena apagada.
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