BUENOS DÍAS, VIETNAM
Si Dios quiere
Ahora no me queda más remedio que ser adulto sin ese salvoconducto que es una abuela
A mi abuela la maté tantas veces que no soy capaz de recordar el número, pero pasa con seguridad de la docena. La primera se me escapó una comida de trabajo. Sonó el teléfono y, a mi olvidado interlocutor, le dije que mi abuela había ... muerto. Ella, en frente, se río. «Pues yo pensé que estaba mejor». Desde entonces, cada vez que tenía un descuido gordo la mataba otra vez. Una o dos al año los últimos diez. Cuando ocurría de nuevo se lo contaba y nos reíamos y me decía que no ganaba para entierros. «Hijo, qué cabeza… La tienes peor que yo», me dijo la última vez que nos reímos del asunto antes de la pandemia y de que a ella se la pusiese de verdad peor por una demencia que le fue haciendo olvidar todo menos la infancia. No se acordaba de sus hijos muchos días, tampoco de sus nietos, pero no se olvidaba nunca de que las fiestas de su pueblo eran por San Blas, a primeros de febrero. Y, como las cigüeñas, después de crotorar, su cabeza otra vez echaba el vuelo.
Este año, un martes de marzo, dormido muy dormido, descolgué una llamada por unos talleres de periodismo que impartía yo y que había vuelto a olvidar. E igual de dormido la volví a matar, sin ensañamiento ni alevosía. Con tanta práctica que parecía casi olímpico lo nuestro. Pero no se lo pude contar de la misma forma porque ya no se reía; desde entonces no lo he vuelto a hacer más.
Mi abuela María Luisa hizo toda la vida lo que le dio la gana, que entre otras cosas fue cuidar de sus nietos. La semana pasada le dije: «Yaya, ni se te ocurra morirte» y como siempre hizo lo que le dio la gana, el domingo se murió. Así se me ha ido la última esquina de la infancia. Y ahora, de pie sobre mis huellas, no me queda más remedio que ser adulto sin ese salvoconducto que es una abuela incluso cuando uno pasa ya los treinta.
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Cada día, antes de bajar de casa de mis padres a la suya, cuando alguno de mis hermanos pequeños la decía: «¡buenas noches!», ella respondía: «Si Dios quiere». Ahora se ha muerto de verdad, por última vez y yo no tenía ninguna reunión… Lo que tengo es ésta sensación definitiva de ser un adulto al que le falta medio ángel de la guarda. Pero incluso así todo estará bien, «si Dios quiere».