La Graílla

Poeta sin pedestal

Los que recordamos a Pablo García Baena estaríamos felices de verlo en una escultura en banco o terraza, con la ilusión de conversar otra vez con él

Turistas e inturistas (8/6/2024)

Pablo García Casado encontró hace cuatro años el mejor homenaje que la ciudad podía hacerle a uno de los hijos que más había ayudado a embellecerla a base de contarla. El escritor fotografió el rótulo de la calle Poeta Pablo García Baena en ... una noche de otoño como la última vía iluminada de Córdoba. Al fondo no había viviendas ni hacía falta la iluminación, y reinaba la oscuridad de la ciudad que se ha terminado en esa parte de la Sierra.

Era una metáfora involuntaria, un guiño providencial que alumbraba con la fuerza de lo que nada precisa: fuera del consuelo de las letras, que explican el mundo o al menos consiguen hacer que se olvide lo poco grato, no hay más que tinieblas por las que uno se mueve a tientas con miedo a tropezar o herirse.

Si ese paraje entre la carretera de las Ermitas y el Brillante continúa así habría que llamar a Francisco Escalera para que lo plasmase en la atmósfera envolvente de una de sus pinturas y colocarla en la biblioteca que ahora se llama Grupo Cántico, tal vez sobre el arco de la puerta por dentro, para que quienes tienen que dejar ese paraíso feliz de libros infinitos estén advertidos de lo que les espera cuando salgan al mundo de dispositivos electrónicos y plataformas de streaming.

Al descubrirse el busto de Antonio Gala, desde luego merecido, bien ejecutado y mejor dispuesto mirando al Gran Teatro, de inmediato se quejó la memoria en muchas cabezas de que no se hubiese hecho ya con Pablo García Baena, que murió cinco años antes y que por amar y conocer mucho a Córdoba sufrió durante tanto años de verla con la esencia perdida y maquillada con afeites impropios que la desfiguraron.

Lo cierto es que al final de sus 96 años de vida fecunda fundida con la obra, pues ambas cosas dan mucho más fruto cuando son lo mismo, nadie pudo decir que Córdoba, Andalucía y el resto de España hubieran sido injustas o tacañas con él: medallas, premios y reconocimientos le llegaron en vida, excepto el Cervantes que sin duda mereció, y los pudo disfrutar en la lucidez que tuvo hasta el final.

Cuando aquella tarde gélida le llegó la hora de encontrarse con la Virgen de los Dolores ya tenía calle y colegio, y si luego no pudo ser la biblioteca con su nombre seguro que estará contento de que sea para su revista y de compartirla con sus amigos.

La cabeza del que rechaza las solemnidades dice que tampoco es necesario inmortalizarlo en lo envarado de un monumento que acaba convirtiéndose en escultura fría y remota, y no en retrato de alguien que vivió, pero los que lo recordamos como un ser gentil y de conversación exquisita estaríamos felices de encontrar una de esas estatuas de ahora, como la de Pessoa en Lisboa o la de Muñoz Rojas en Antequera, en que se baja a los poetas de los pedestales, se les sienta en bancos y terrazas y queda la ilusión de volver a verlo por las calles y detenerse a charlar. Egoísmo puro: para matar la nostalgia de los que aquí quedamos.

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