Así era García Márquez en vísperas de su éxito mundial
El crítico José Miguel Oviedo rememora los días previos al éxito de su obra maestra y la fuerte amistad que los unía ya en 1967
Así era García Márquez en vísperas de su éxito mundial
En vez de sumarme a las numerosas expresiones de dolor de toda América y el resto del mundo ante la pérdida de Gabo, prefiero escapar de los rigores de la necrología y recordar con este pasaje épocas más felices con él. En parte, ya fueron ... relatadas en «Una locura razonable: memorias de un crítico literario». Recuerdo con precisión cuándo y dónde conocí Gabo en 1967. Anuncié a Álvaro (Mutis) que viajaría a México. Álvaro me llamó y me dijo que iría al aeropuerto. Habría una gran sorpresa en sus planes de recepción. A su lado había alguien más: un hombre de contextura mediana, ensortijado pelo negro y espesos bigotes, que trataba de combatir el frío andino con una colorida ruana. No tuve dificultad en reconocerlo aunque nunca lo había visto: era Gabo. Allí, de inmediato, comenzó nuestra amistad.
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El mismo día de nuestra llegada Gabo nos invitó a comer en su casa, donde seguía tan arropado como podía. Entendí lo que era para él, hombre del trópico, pasar los inviernos de México, que pueden ser algo severos. Para mí, Colombia era Bogotá, casi siempre fría bajo un cielo nublado; para Gabo, la Colombia verdadera era la del trópico, la costa atlántica, la cumbia y la cultura negra. Yo no tenía ni idea entonces de dónde quedaba su Aracataca natal, de la que se sabe exclusivamente gracias a él.
La leyenda
El primer día me hizo pasar a la pequeña pieza que fungía de escritorio donde había escrito durante varios meses, casi sin parar, «Cien años de soledad» , de la que ya se conocían algunos capítulos en revistas y cuyo original estaba ya en manos de la editorial Sudamericana. Contó por primera vez cosas que ahora todos conocen de sobra como parte de su leyenda: su costumbre de escribir en su vieja máquina páginas sin correcciones, pues apenas hacía alguna, tiraba el papel y copiaba la página de nuevo; el carácter obsesivo de las imágenes centrales de la novela, pues lo acompañaban desde la infancia; los duros años de París, mientras redactaba «El coronel no tiene quien le escriba» y cómo mantuvo guardado el original atado con un cuerda esperando que un editor se interesase; la triste historia de la primera edición de «La mala hora», cuyo texto fue expurgado por un corrector purista que suprimió los modismos o giros que no le gustaban, etc.
Los que habíamos leído algo de Gabo éramos relativamente pocos fuera de Colombia. Había una razón para ese semidesconocimiento: sus primeras ediciones fueron de tirada limitadísima. Se podría haber hecho una consulta y preguntar a los lectores de todo el continente: «¿Ha leído usted a García Márquez?». Me temo que el número total habría sido muy inferior a los que solían asistir a sus raras presentaciones públicas.
Los rasgos característicos de Gabo eran su informalidad y sencillez, la forma precisa y franca de hablar, el escaso «intelectualismo» de su conversación, llena de frases e imágenes que eran como fulgurantes instantáneas de la realidad, del todo semejantes a los famosos one-liners de sus novelas: síntesis verbales que resumen con gracia un antiguo saber (y sabor) popular. Era muy campechano en su modo de vestir (creía que el overol era la prenda más cómoda de todas y jamás usaba corbata) y solía andar con una rústica casaca a cuadros y blue jeans. Emir Rodríguez Monegal escribió alguna vez que tenía algo de «bongocero cubano».
Fue un acontecimiento
Tras una creciente expectativa, la novela de Gabo apareció en Buenos Aires en junio de 1967 (el pie de imprenta de la edición reza «se terminó de imprimir el día 30 de mayo») y causó de inmediato una conmoción que cambiaría para siempre el curso de nuestra literatura. La primera edición se agotó en pocas semanas y fue reimpresa varias veces ese mismo año en tiradas cada vez mayores: todo el mundo, incluso los que no habían leído antes una novela hispanoamericana, querían leerla. La gente trataba de saber quién era este autor, que se convirtió –para bien y para mal– en eso que hoy se llama una «celebridad».
Yo había recibido la novela desde Buenos Aires. De todas sus virtudes, creo que la primera es el tono y la perspectiva narrativa, que no cambia un ápice (aunque ocurren mil cosas diversas en ella) a lo largo de sus trescientos cincuenta páginas. ¿Cómo olvidar el perfecto acorde inicial: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.»? Todo está encapsulado allí, como un rizo que la historia irá desenredando en un calculado juego de avances y expectativas.
Traté de razonar mis impresiones en un texto que comenzó como una reseña y adquirió las dimensiones de un modesto ensayo. Se titulaba «Macondo: un territorio mágico y americano». El problema era que ocupaba dos páginas enteras del «Dominical» de «El Comercio» donde yo era colaborador regular. Tuve que librar una batalla con Paco Miró Quesada para que autorizase su publicación. Argumenté: «Esto no es un libro: es un acontecimiento». No sólo eso: para orientación del lector se me ocurrió incorporar al texto el árbol genealógico de la incestuosa y larga estirpe de los Buendía con su sistemática repetición de los nombres Arcadio y Aureliano; ese diagrama fue aprovechado por otros críticos y hasta ha sido incorporado en la edición conmemorativa que la Real Academia Española hizo de la obra.
Un año antes, en 1966, Mario (Vargas Llosa) había publicado «La casa verde». Cuando el jurado del premio de Novela Rómulo Gallegos lo reconoció, casi nadie se sorprendió, (pero) no era el único centro de interés: el otro era Gabo, que era como un ganador sin premio, pues su nombre estaba en la boca de todos cuando se hablaba de novela. Mario era un expositor nato, claro y organizado. Gabo sabía brillar y vencer su timidez oral recurriendo a su prodigioso don narrativo.
Hubo para Mario y Gabo una invitación a la provincia de Mérida. La celebración del premio continuó en la montañosa provincia con más actos, entrevistas y recepciones. El único recuerdo que me ha dejado esa visita es que nos colocaron a Mario, Gabo y a mí en una misma inmensa habitación, rodeada por jardines, con viejos catres de hierro y austero mobiliario. ¿Tal vez porque pensaron que éramos muy amigos? No lo sé, pero cuando nos retiramos a esa pieza con dimensiones casi tan grandes como patio de convento, charlamos por horas pese a nuestra fatiga, hasta que, ya pasada la medianoche, nos derribamos en nuestros respectivos camastros.
Miedo a volar
Nuestra peregrinación conjunta continuó cuando a Gabo se le ocurrió que debíamos acompañarlo a Bogotá. Los viajes en avión lo asustaban en esa época; observando el dudoso aspecto del aparato que nos llevaría a su tierra, me dijo: «No está probado que estos aparatos vuelen…». En un momento, al subir, Mario se separó de nosotros y Gabo pudo hacerme una confidencia que nunca he revelado: «Mario no es mi amigo: es mi hermano».
Cuando llegamos a Bogotá, la gente nos recibió a todos con entusiasmo, pero a Gabo, con júbilo patriótico. «El Espectador» traía la noticia de su llegada en primera página y un editorial titulado «Bienvenido, Gabito».
Esta crónica tiene su punto culminante en Lima. Yo era director de Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Ingeniería. En setiembre de 1967, sabiendo que nadie se atrevería a objetarlo «ideológicamente», se me ocurrió organizar un diálogo sobre novela entre Gabo y Mario.
Cuando nos acercamos al auditorio, había una gran multitud expectante e inquieta. Un hombre joven, con un tono algo arrogante, elogió la novela pero se quejó ante Gabo de que casi todos los personajes masculinos se llamasen Aureliano o Arcadio, lo que –según él– complicaba innecesariamente la lectura. Gabo esperó unos segundos y le preguntó: «¿Cómo se llama usted?». «Enrique», contestó el interrogador. «¿Como su papá, verdad?», replicó Gabo al instante y la sala se vino abajo en carcajadas.
Aún hoy contemplo aquel tiempo, digno de ser recordado, en el que –al parecer– todos éramos felices.
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