EL BAR DEL TANATORIO
Nunca es la última
El bar del tanatorio funciona como una especie de Parlamento improvisado. En una mesa se arreglan herencias; en otra, se cierran negocios; y en otra se organizan cenas
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Iniciar sesión-Aquí nunca falta gente —me dijo Andrés, dándole un sorbo a un café negro como un pozo petrolero.
—Normal —contesté—, es el único bar donde la clientela se renueva sola, y sin campañas de marketing.
El bar del tanatorio es un ecosistema único. ... Abierto veinticuatro horas, sin ‘hora feliz’ ni reservas, pero con la certeza absoluta de que, pase lo que pase, siempre tendrás compañía. No importa la hora: a las tres de la mañana encuentras al primo que vigila el turno nocturno; a las once, a la viuda rodeada de amigas que no dejan que se quede sola; y a mediodía, a los nietos que se han escapado de la sala de velatorio buscando una bolsa de patatas fritas. El camarero lo sabe todo. No tiene título de psicología, pero escucha mejor que un terapeuta. Te pone un vino, te palmea la espalda y, de paso, te da el nombre de un notario de confianza. Si en un bar normal el camarero es el máximo sacerdote, en el bar del tanatorio es el mismísimo Papa.
—Ponme un sol y sombra —pidió un señor al lado, con corbata floja y mirada perdida.
—¿Lo quiere fuerte o muy fuerte? —preguntó el camarero, como si fueran las únicas dos opciones posibles.
Andrés y yo nos miramos. El bar estaba lleno de esas conversaciones imposibles de escuchar en ningún otro sitio. A nuestra derecha, dos mujeres discutían si el muerto tenía más cara de dormido o de cabreado. A nuestra izquierda, unos primos lejanos comparaban lo mucho que había crecido cada uno desde el último entierro familiar. Y, al fondo, un grupo de hombres debatía acaloradamente sobre un penalti del domingo, con la misma pasión con la que otros discuten sobre testamentos.
—¿Te das cuenta? —me dijo Andrés—. Aquí la gente entra llorando y sale discutiendo por el fútbol. Es como terapia exprés, pero con carajillo.
—Y más barato —añadí.
Pedimos unas croquetas. Nada de ‘kale deshidratada’ ni ‘chips de alcachofa liofilizada’. Croquetas de jamón, contundentes, como si las hubiera hecho una tía abuela para que no te mueras tú también de hambre.
—Esto sí que es cocina de proximidad —dije.
—Sí, proximidad al colesterol, aunque mejor aproximarse a la croqueta que a la puerta de salida —replicó Andrés, mientras se llevaba dos de golpe a la boca.
No hay wifi, porque nadie viene a teletrabajar; aquí se viene a sobrevivir
Lo mejor era la decoración. Nada de lámparas nórdicas ni muebles reciclados: mesas de formica, sillas que chirrían y una cafetera que lleva veinte años en huelga, pero que, milagrosamente, sigue sacando café. En el bar del tanatorio no hay wifi, porque nadie viene a teletrabajar; aquí se viene a sobrevivir.
—Me gusta este ambiente —confesó Andrés—. Aquí nadie finge.
—Claro, no hay postureo posible. ¿Quién presume de estar en un tanatorio?
—Dale tiempo—replicó, Andrés.
Un hombre entró en la barra con voz grave:
—Ponme un brandy, que necesito valor para hablar con la familia política.
El camarero, sin inmutarse, le sirvió un vaso generoso, como quien entrega un salvavidas en mitad de un naufragio.
El bar del tanatorio funciona como una especie de Parlamento improvisado. En una mesa se arreglan herencias; en otra, se cierran negocios («siempre quiso que tú llevaras la furgoneta»); y en otra se organizan cenas que nunca llegarán a producirse entre primos, sobrinos, hermanos o demás familia con la que no se ven desde hace varias Nochebuenas.
—Esto es como el bar de Manolo, pero con flores y ataúdes de fondo —dije yo.
—Y sin karaoke los viernes, que tampoco estaría mal —añadió Andrés.
Pedimos una ronda de cañas. Espuma generosa, vaso frío, precio razonable. En cualquier bar moderno habrían llamado a esa cerveza «cerveza de proximidad, artesanal, con toques florales y fermentada en barrica de roble sostenible». Aquí, simplemente, «una caña».
—Lo bueno es que no engañan —dijo Andrés—. Pides una caña y te ponen una caña.
—Eso es porque no tienen un ‘community manager’. Si lo tuvieran, esto se llamaría ‘Espacio Gastro-Luto’ y nos cobrarían quince euros por la tapa de tortilla. Al lado, un par de señoras mayores se reían a carcajadas. Una decía:
—Pues yo le dije: «Si vas a heredar la casa, al menos paga tú el tanatorio».
La otra respondió:
—Y al final, ¿qué?
—Pues que se hizo la dormida...
Andrés me dio un codazo.
—¿Ves? Esto es material de telenovela.
—Sí —asentí—, pero sin encender la televisión.
El bar seguía llenándose. Llegaron unos chavales atrapados en una discusión sobre lo de la Vuelta a España. Una pareja se enfrentaba por si era apropiado pedir un gintonic a las dos de la tarde en un tanatorio. Y al fondo, alguien soltó un chiste sobre la suegra que, contra pronóstico, provocó carcajadas.
—Esto no es un bar —dijo Andrés con solemnidad—. Es la vida misma, comprimida en un paréntesis de duelo.
—Y con cañas —añadí yo, alzando el vaso.
La cuenta, como siempre, justa. Tres cafés, dos cañas, croquetas y un plato de tortilla: quince euros. Con quince euros, en cualquier bar moderno apenas te sirven medio smoothie con semillas de chía.
Al salir, Andrés se paró en la puerta.
—Este sitio tiene algo.
—Claro —le dije—, que nadie quiere venir, pero cuando está aquí, no se quiere ir.
Y pensé que, al final, el bar del tanatorio es el último bar auténtico que queda. No presume de sostenible, ni de vegano, ni de ‘pet friendly’. Presume de estar abierto cuando lo necesitas, de tener un camarero que siempre entiende el gesto cansado y de servir copas con la dignidad que merece el momento. Es imperfecto, ruidoso, lleno de historias cruzadas… en definitiva, humano.
Porque un bar sin discusiones, sin croquetas ni alcohol no es un bar. Pero un bar con todo eso y con la certeza de que mañana seguirá abierto, es casi un monumento a la vida.
Tenía razón Andrés cuando me convenció para inaugurar la vuelta del verano en este lugar. El último bar de viejo es el del Tanatorio de la M30, al que vamos desde que Madrid se llenó de franquicias. Hace décadas venía la gente a modo de after. Ahora se viene por necesidad.
Antes, un bar era un bar. Uno pedía un vino y se lo servían en vaso de cristal con cicatrices de anteriores borracheras. El café era malo, sí, pero honrado, y el camarero sabía tu nombre, aunque nunca se lo hubieras dicho. Hoy, en cambio, cualquier bar necesita una narrativa: que si ‘gastrobar’, que si ‘espacio de encuentro’, que si ‘experiencia sensorial inmersiva’. Todo menos servir un chato y unas bravas, un torrezno, un algo que nos permita sobrevivir a la ola de nonadas en lo que se han vuelto los bares del centro. Volveremos, claro.
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