Alejandro Sawa, el príncipe de la bohemia
gatos que FUERON TIGRES
En el Café de Fornos entraba como un rey destronado, con un aire teatral entre Byron y Lazarillo
Antonio Escohotado, el filósofo de guardia
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Iniciar sesiónLe pegaban a la absenta. Mejor beber poco pero fuerte, que mucho y suave. Tampoco había dinero para el derroche y mucho menos para gastarlo en uno mismo. Si no pagaban para dormir, ¿cómo iban a pagar para beber? También fumaban en pipa, la de ... kif, precursores del taleguito de hasch que vendría después a llenar las calles de chinas y polen marroquí. Lo de la higiene estaba sobrevalorado. No se podía ser bohemio, artista, decadente o creativo sin ser sucio, tieso, descuidado y genial. Y de todo esto se llenó Madrid cuando la ciudad se petaba de burguesía y levitas, de cafés y toldos, de periódicos y cuartillas. En ese ambiente de coches de caballos y sombreros, de estiércol y corrales urbanos, de mentideros y rumores, de pérdida de colonias y derrotas universales, hubo un tipo que definía en sí mismo la bohemia, el príncipe de todos ellos: Alejandro Sawa.
Se trajo de París el libro de Henri Murger, Escenas de la vida bohemia (1851), como un manual de supervivencia. En ese París de carroza y decadencia posrevolucionaria, Sawa comprendió que la rebeldía más que un estado de ánimo era una forma de vida. Allí conoció a Carrere y Verlaine, entendió que el mejor personaje es uno mismo y que el genio literario se medía por la longitud de las deudas, la calidad de la barba y la intensidad del ayuno.
Los caseros lo sabían antes que nadie: ese hombre no tenía dinero, pero sí una convicción absoluta de que la posteridad se lo debía todo. En el Café de Fornos entraba como un rey destronado, con un aire teatral entre Byron y Lazarillo. El camarero, que no entendía de literatura pero sí de piedad, le apuntaba en la libreta, convencido de que algún día Sawa le pagaría con un autógrafo. Las tertulias eran su hábitat natural. Con un vaso delante —vacío o lleno, daba igual— hablaba de Zola, de Victor Hugo, de Baudelaire. Y lo hacía como si hubiera cenado con ellos la noche anterior, cuando en realidad la cena había sido un mendrugo de pan y algo de aire. Su hambre era tan sincera que acabó por volverse parte de su estilo: escribir con el estómago vacío le daba una autoridad que ningún diploma universitario podía otorgar.
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Pero detrás del histrionismo había un talento verdadero, aunque más disperso que sólido. Escribió versos, artículos, novelas olvidadas. Lo suyo no fue tanto dejar obra como dejar huella. Y vaya si la dejó. Valle-Inclán lo visitaba en su casa de la calle Conde Duque, donde Sawa ya estaba medio ciego, dictando con solemnidad a su mujer, Jeanne Poirier. Aquella francesa soportó lo que no está escrito: el hambre, la penumbra, las promesas incumplidas. Aún así, le tomó el dictado de sus últimos delirios poéticos. Valle, que tenía la ironía más afilada de la literatura española, salió de allí con la idea de su Max Estrella.
Final en la miseria
Sawa, sin saberlo, ya no era hombre, sino personaje. Lo trágico es que cuando uno se convierte en personaje antes de tiempo, el hombre real se va consumiendo. Sawa, convencido de ser un genio injustamente ignorado, entró en la etapa final de su vida como si se tratase de un último acto teatral. Cada gesto era grandilocuente, cada palabra definitiva. Madrid lo veía pasar y lo confundía con un loco. Y algo de razón tenían. En 1909, ya ciego y al borde de la demencia, murió en la miseria más absoluta. Valle-Inclán escribió el prólogo a Iluminaciones en la sombra, libro póstumo de Sawa, donde lo retrató con ternura y crueldad a la vez, como solía hacer. Aquellas páginas, más que rescatar al escritor, lo enterraron definitivamente bajo la máscara de Max Estrella. Desde entonces, Alejandro Sawa es menos recordado por lo que escribió que por lo que inspiró: un personaje inmortal del teatro esperpéntico.
Si la bohemia necesitaba un mártir, él se entregó con entusiasmo. Y gratis, porque hasta para morirse fue incapaz de cobrar. Dejó viuda y una hija pequeña, y un puñado de páginas que casi nadie leyó. Pero en la historia secreta de Madrid, la de los cafés ya cerrados, las calles a oscuras con el eco de las tertulias interminables, Alejandro Sawa sigue caminando, con paso incierto, entre la gloria que nunca alcanzó y la miseria que lo acompañó hasta el final. Quizá, ahí resida su grandeza: en haber hecho de su vida una obra más poderosa que sus libros. Una obra escrita con hambre, absenta y humo de kif, que aún hoy, entre el ruido de la ciudad, conserva la fragancia amarga de la verdadera bohemia.
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