análisis
¿De qué son los museos?
La falacia de la descolonización
Pero el problema de los museos no es su pasado colonial, sino la forma en la que han caído presos ya sea de la industria cultural, que contempla el museo casi exclusivamente desde el punto de vista de su rentabilidad comercial, o, lo que es aún peor, de los políticos de nuevo cuño
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Javier Moscoso
Quienes tuvieron la fortuna de visitar las colecciones privadas del Renacimiento sabían que los objetos acumulados en aquellas cámaras secretas atestiguaban el poder de sus anfitriones. Las vitrinas y bibliotecas eran una marca de distinción, un ornato que permitía conocer los gustos y preferencias de ... quienes los atesoraban. Todavía hoy, en las estancias de cualquier rincón del planeta, se agolpan objetos que utilizamos para distinguirnos de otros. La cucharilla de plata que trajimos de Toledo, la figurita que compramos en Sevilla, e incluso las conchas que cogimos en alguna playa tropical, conviven con el plato de cristal que metimos en la maleta a nuestro regreso de Murano. Con tan solo echar un vistazo a los objetos que adornan nuestros hogares, los invitados podrán hacerse una idea de nuestra apreciación estética y nuestro poder adquisitivo. Como si fuéramos Lorenzo de Medici o Pirro Ligorio, nos gusta rodearnos de lo que consideramos acorde con nuestra persona, de lo que tenemos por valioso, ya sean porcelanas o libros, bien sea por su cantidad, por su rareza, por su belleza, o por alguna otra cualidad.
Huesos de santos
Durante mucho tiempo, la idea de coleccionar objetos exóticos fue cosa de príncipes y prelados. De ahí que todavía algunas catedrales de Europa, como la de Sevilla, por ejemplo, conserve un cocodrilo no menos famoso que el cuerno del unicornio de la Catedral de París. Felipe II entendió perfectamente que los huesos de sus santos eran tan coleccionables como las telas de sus artistas. Para los primeros hizo construir un enorme relicario (El Escorial) y para las segundas habilitó el Real Alcázar de Madrid, más tarde pasto de las llamas. Ambas colecciones fueron saqueadas durante la invasión francesa de la península. El emperador Bonaparte estaba convencido de que no bastaba con afrancesar Europa, había también que centralizar sus tesoros. Las naciones, comenzando por la francesa, debían exhibir su unidad y su fuerza a través del atesoramiento de cosas, plantas o animales. Eso sí, mientras que el obelisco de Luxor terminó en lo que hoy es la plaza de la Concordia, la piedra Rosetta acabó sus días en el Museo Británico.
La crítica continuada a los Estados nacionales, muchas veces promovida por nacionalismos periféricos, ha llegado a los museos
A todos los efectos, los museos de los nuevos estados nacionales se comportaron como los príncipes del Renacimiento (y como todos aquellos sabios que, en tiempos de pandemia, posaban delante de sus bibliotecas). El desarrollo de la historia civil, de la arqueología y de las bellas artes, es decir de aquellas ramas del saber más directamente ligadas a lo que empezó a considerarse «patrimonio», se pusieron al servicio de los intereses nacionales como antes las humanidades habían estado al servicio de los príncipes. Los académicos no fueron los únicos funcionarios al servicio del Estado. Al lado de los grandes museos, también florecieron otros espacios más relacionados con lo que podríamos llamar, en general, la educación pública, que es algo así como si a nuestros invitados les enseñáramos a lavarse las manos después de pasar al baño. Los más importantes fueron los museos de higiene o, más en general, todos aquellos relacionados con las enfermedades venéreas. Las mismas figuras anatómicas en cera con las que se advertía de los estragos de la sífilis acabaron en las colecciones de medicina de Dresde, París, Madrid o Ciudad de México. Muchos de esos modelos también circularon en ferias y atracciones populares, justamente al lado de la mujer barbuda, los gemelos siameses, o el hombre más fuerte del mundo.
El museo del pene
La desaparición paulatina de los 'freak shows' produjo una nueva forma de coleccionismo que ha dado lugar, durante el siglo XX, a la idea, ampliamente extendida, de que cualquier conjunto de objetos puede convertirse en un museo. El Ringling, en Florida, cuyo nombre está asociado al mundo del circo, contiene en la actualidad una de las colecciones de pintura más importantes de la costa este de los Estados Unidos. Allí se encuentra sin ir más lejos el retrato que Tiziano hizo (de oídas) de la esposa de Solimán el magnífico. En los lugares más insospechados, abren los museos de objetos más inciertos, como el museo de parásitos, en Tokio, donde poder ver la solitaria más grande jamás extraída de un intestino humano, o el museo del pene en Islandia, que contiene, entre otras muchas lindezas, una réplica de los miembros (valga la redundancia) del equipo nacional de Hockey. En el caso de las colecciones privadas, todavía cabe distinguir claramente el gusto del coleccionista, razón por la cual en la Frick Collection de Nueva York no se encontrará un solo desnudo femenino, mientras que la colección de Pedro I el grande incluía los dientes que él mismo había extraído a sus invitados y que todavía pueden verse en la Kunstkamera de San Petersburgo.
La crítica continuada a los Estados nacionales, muchas veces promovida por nacionalismos periféricos, ha llegado a los museos; esas instituciones que, hoy en día, ya no sirven para legitimar los intereses de casi nadie. Como si la plata de la vitrina pudiera ceder paso al póster del Che Guevara, los museos de todo al mundo han comenzado una tarea de reescritura de cartelas o eliminación de objetos. El Museo de la Ciudad de Nueva York, por ejemplo, ha hecho del activismo político su seña de identidad y construido su discurso expositivo alrededor de esa idea. Muy lejos queda la forma en la que el Museo de Historia de Alemania exponía la historia de ese país a través de la obra del también alemán, y judío, Nobert Elias. O del modo en el que el Landesmuseum de Zúrich intentaba aproximarse a la historia de Suiza a través de la reivindicación de un pasado paneuropeo, centrado en el humanismo.
Visitar un museo, cualquiera que este sea, es intentar comprender, antes que nada, la propia historia de la colección
Pero el problema de los museos no es su pasado colonial, sino la forma en la que han caído presos ya sea de la industria cultural, que contempla el museo casi exclusivamente desde el punto de vista de su rentabilidad comercial, o, lo que es aún peor, de los políticos de nuevo cuño que pretenden convertir el museo nacional, como en el siglo XIX, en una institución educativa. Y es que en los museos se aprende, desde luego, pero en general no se aprende nada de lo que pretenden enseñarnos los nuevos higienistas. Los visitantes de los grandes o no tan grandes museos del mundo ya saben que todos ellos tienen una dimensión reflexiva. Visitar un museo es comprender por qué tenemos momias egipcias en el Museo de Antropología Nacional (subráyese «nacional»), o por qué las autoridades mexicanas trasladaron desde San Miguel Coatlinchán, las 168 toneladas del inmenso dios Tláloc que hoy recibe a los visitantes en las puertas del Museo Nacional de Antropología de México, uno de los museos nacionales más «decoloniales» del mundo, construido sin embargo con las piezas expoliadas y traídas a la metrópoli desde la periferia. Visitar un museo, cualquiera que este sea, es intentar comprender, antes que nada, la propia historia de la colección, las ideas y venidas de los objetos que atesora, las vicisitudes a veces inciertas por las que aquellas espaditas toledanas, aquellas conchas de Cancún, aquellas fuentes de cristal de Murano, acabaron en nuestras vitrinas.
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