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El traidor más rico del mundo
En una sala del Museo del Romanticismo pasa aún hoy inadvertida para los visitantes una solitaria imagen del Marqués de las Marismas del Guadalquivir
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En una sala del Museo del Romanticismo de Madrid pasa aún hoy inadvertida para los visitantes una solitaria imagen del Marqués de las Marismas del Guadalquivir. Ese ilustre desconocido era sevillano, se llamaba Alejandro Aguado, y fue «traidor a la patria» y también protector ... del general José de San Martín, «el Bolívar sudamericano» que cruzó los Andes en una proeza que se estudia en todas las academias militares del planeta, y que puso fin al imperio español en la Argentina, Chile, Bolivia y Perú.
Se habían conocido en el ejército peninsular, y uno partió a América de Sur a sublevarla y otro se afrancesó bajo dominio napoleónico y acabó exiliado en París. Luego de tantas revoluciones y muertes, volvieron a encontrarse fortuitamente en una calle de la Ciudad Luz. «¿Un banquero?», se extrañó San Martín. «Hombre, cuando uno no puede llegar a ser libertador de medio mundo, me parece que se le puede perdonar que sea banquero, ¿no?», le respondió Aguado con ironía.
El sevillano poseía, en ese momento, la mayor fortuna de Europa. Invitó a su viejo camarada, que estaba pobre y en el ostracismo, a su mansión de la rue Grange Batelière, y le enseñó su colección de Rembrandt, Da Vinci, Velázquez, Zurbarán, Tintoretto, Ragonard, Tizziano, Van Dick, Rubens y El Greco; también esculturas valiosas —por ejemplo, la famosa ‘Magdalena arrepentida’ de Canova—, y torsos en mármol atribuidos a Miguel Ángel.
En esa casa fastuosa almorzaban y cenaban los científicos y artistas más afamados, y su dueño era socio comanditario de la Ópera de París y amigo personal y mecenas de Balzac y de Rossini, que le dedicó dos óperas.
La Banca Aguado era tan poderosa que Fernando VII —en bancarrota — hizo de tripas corazón y le solicitó un empréstito
La Banca Aguado era tan poderosa que Fernando VII —en bancarrota y asediado por acreedores de España— hizo de tripas corazón y le solicitó un empréstito. Aguado auxiliaba a distintas naciones y no se negó a darle una mano a su majestad: fue recompensado con títulos, honores y la concesión exclusiva de minas de oro, plata y piedras preciosas, y de todas las canteras de mármol del reino y también de la cuenca carbonífera de Asturias. La traición había sido indultada.
Fue entonces cuando a don Alejandro se le ocurrió una idea: «Sería un triunfo regresar juntos», le propuso a San Martín y escribió a la Cancillería, que le respondió: «Los súbditos de las repúblicas no reconocidas de América son mirados aquí como españoles».
Pero el argentino dijo que solo viajaría a España bajo el reconocimiento de su patria y de su cargo militar. El sevillano intentó por todos los medios convencerlo, pero no pudo: viajó sólo a Asturias, recorrió —verborrágico y entusiasta como era—, las calles de Gijón, tuvo un dolor de pecho y una apoplejía, y agonizó en una posada donde se lo iba a homenajear. Cuando abrieron su testamento en París, resulta que el Marqués de las Marismas del Guadalquivir había nombrado a San Martín como su albacea, y que el viejo general sudamericano estuvo dos años dedicado a administrar el legado del mayor patrimonio del continente europeo.
Fue la última misión del libertador; luego se retiró al descanso, a la vejez y a la muerte. Aguado fue sepultado en Père Lachaise, pero sigue vivo en Madrid, en ése óleo de Francisco Lacoma y Fontanet donde se lo ve condecorado y levemente irónico, cuando ya no era el traidor afrancesado, sino el salvador de España.
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