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Rubén o las dos caras de la sospecha

«El Vaquilla» habló con la prensa, dejó que sus colegas grabaran sus risas y bromeó con su culpabilidad en el asesinato de María Esther, un secreto a voces en Arriate

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PABLO D. ALMOGUERA

Rubén acudió a la parada de autobús donde solía reunirse con sus amigos. Había vuelto a su rutina después de romperla durante varios días para sorpresa de sus conocidos. María Esther Jiménez, esa niña de 13 años que se le acercaba y a la que echaba de su lado con cierto hartazgo, hacía casi dos semanas que había sido hallada muerta y la investigación de la Guardia Civil para atrapar a su asesino se había convertido en el pasatiempo de los jóvenes de Arriate.

Él estaba en las quinielas de sospechosos, y lo sabía. Pero eso no le borró la sonrisa. La culpa no le corroía, o al menos lo disimulaba. Se prestó a hablar con periodistas, permitió que sus colegas de juergas grabaran las carcajadas y mofas típicas de un adolescente desgarbado e incluso bromeaba con su culpabilidad cuando alguien en tono jocoso indirectamente lo llamaba asesino.

Rubén, de 17 años, comenzó el jueves a escribir las primeras páginas de su nueva vida. Una nueva existencia que, según la Guardia Civil, nació cuando presuntamente acabó con la vida de María Esther destrozándole el cráneo con una piedra por supuestamente no acceder a sus pretensiones sexuales. Hoy duerme en un centro de internamiento.

Juan Miguel lo conoce bien. Fue su amigo en la infancia, «pero después empezó a juntarse con otra gente. Iba con un rumano que saltaba de pueblo en pueblo». En la zona de El Césped se pasaban más de un porro y le echó de menos cuando desapareció la menor. «Estuve cuatro días sin verlo y cuando lo hice, le pregunté dónde había estado. Me dijo que con su cuñado, en Benaoján. Le dije que él nunca había ido a verlo».

«El Vaca» o «El Vaquilla», como conocían a Rubén V.R., comenzaba a evidenciar esa personalidad de doctor Jekyll y Mr. Hyde que describieron los arriateños cuando fue detenido. Mientras los vecinos de la calle Viñilla, donde vivía, lo dibujaban como un joven callado pero educado y normal, otras personas hablaban de un carácter violento con algún episodio de posible acoso a unos niños y más de una pelea en la que exhibía su corpulencia física. Los investigadores de la Guardia Civil tenían la huella genética del asesino de la niña. Ni el acceso a la información que permite una sociedad globalizada, ni los continuados capítulos de CSI, evitaron que el criminal ocultase los rastros de su arrebato violento.

Había que encontrar la muestra indubitada y cerrar el caso. Era una prioridad para Interior. Los agentes fueron citando uno por uno a los vecinos del municipio que pudiesen encajar con el perfil del homicida. A Rubén, que al parecer comentó en una ocasión a un amigo que a María Esther podían llevársela al campo «y dejarla tirada», le tocó su turno.

El adolescente comenzó a incurrir en contradicciones y rápidamente los investigadores centraron su atención en él. Aseguró que la noche de autos estuvo en casa viendo la tele, pero otras informaciones comenzaban a desmontar su coartada. Los agentes tenían su ADN pero tenían que esperar los resultados y, además de apretarle con otras citaciones, indagaron sobre él a través de sus amigos.

Mientras tanto, «El Vaquilla» hacía vida normal. Los días venideros acudió a ayudar en la obra que su padre y su abuelo estaban trabajando, algo que hacía desde que dejara el instituto, y después seguía reuniéndose con sus amigos en la parada de autobús. Allí pasó las horas muertas, protagonizando videos grabados con móviles y especulando sobre el crimen con el resto de la pandilla. «Sabemos que has sido tú», le dijo uno de ellos, a lo que respondió un inquietante: «Hasta que no vengan a por mí…».

En el ojo del huracán

Su nombre como principal sospechoso ya se había filtrado. Faltaban pocas horas para su detención y ya comenzaban a circular comentarios que recordaban cómo había clamado venganza cuando fue entrevistado tras una de sus citas con los responsables del caso o cuando el martes supuestamente acudió al homenaje de María Esther. Algún reportero trató de arrancarle unas palabras que se revalorizasen después bajo un parpadeante rótulo de exclusiva y él lo rechazó. Ya se sentía en el ojo del huracán, y las risas dieron paso a un rictus serio. Las salidas a partir de entonces fueron contadas y buscaba el consuelo familiar.

La mañana del jueves, su última en libertad, salió con su padre a comprar y, de regreso a casa, saludó amablemente a su vecino José. Se asomó a la ventana y pudo ver como era «cazado» por un fotógrafo a través del enrejado de la ventana. Una premonición. Se sentía acorralado. Minutos después, los coches de la Guardia Civil tomaban la calle. Todo había acabado, pero él seguía diciendo que era inocente.

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