COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL
El robobo de la jojoya
Hace años que los museos se han convertido en centros comerciales de emociones rápidas
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Iniciar sesiónEs fácil caer en la tentación de ver el robo de las joyas del Louvre como una metáfora de los tiempos en los que vivimos. Fácil, porque por la ficción ya ha superado a la realidad en todos los ámbitos de la vida y porque ... sabemos que, en un par de semanas, se habrán esfumado la indignación, el escándalo y el «relato» del patrimonio y la memoria, que el pasado domingo nos hacía rasgarnos las vestiduras por el descubrimiento de que ni el museo más emblemáticos del mundo está a salvo de la mediocridad y la negligencia; de hecho, la dirección se habría conformado con la publicación del escueto comunicado en el que se avisaba de que el museo «permanecerá cerrado durante el resto del domingo por razones excepcionales», y el asunto no habría trascendido de no ser porque todo el mundo lleva en el bolsillo un teléfono móvil, una cámara y una Catherine Banning –recuerde, la de Thomas Crown-, dispuesta a analizar todas las pruebas.
Pero el robo de las joyas del Louvre es algo más que el trasunto real de una serie de televisión. Es la prueba evidente del maltrato al patrimonio, del desprecio más absoluto a la historia. Hace años que se confunde el arte con el espectáculo, y los museos se han convertido en centros comerciales de emociones rápidas. Las salas se llenan de turistas que van tachando de su «hoja de ruta» los logros conseguidos -el Moma, el British, los Museos Vaticanos, el Prado, el Louvre- vestidos de safari, mientras la verdadera esencia de los museos se desvanece entre el olor de la cafetería y las tiendas de recuerdos; mientras la verdadera esencia de los museos se ahoga entre recortes presupuestarios, restauraciones que no llegan, profesionales que escasean. Entre todos –casi sin darnos cuenta- robamos las joyas de nuestros museos; el patrimonio no muere por accidente, sino por indiferencia.
La dirección del Louvre lleva mucho tiempo denunciando la patética situación del museo: lavabos que no funcionan, horas de espera para entrar y aglomeraciones en determinadas salas –lo de La Gioconda es de traca-, zonas abandonadas, la pirámide de vidrio convertida en un mercadillo improvisado de suvenires «made in China». Denuncian también que el gobierno haya decidido acometer las obras de mejora del museo sin cerrar ni un solo día –cada euro cuenta, claro- convirtiendo la explanada de salida en un aparcamiento de furgonetas, montacargas, escaleras mecánicas… como las que utilizaron los ladrones que el pasado domingo, con luz, taquígrafos, y un montón de turistas que, lo mismo, pensaron que era una performance más del museo.
Hemos normalizado el riesgo que supone el ridículo institucional. Que unos ladrones accedan, como si tal cosa, a la galería de un museo, se lleven un puñado de joyas y escapen en moto, no puede convertirse en un «accidente» o un «episodio» más para los anales del Louvre. Conservar el patrimonio, protegerlo, y difundirlo es una obligación de todos, de los Estados y de los ciudadanos. Esta mañana los turistas tenían un atractivo más en su entrada: hacerse un selfi en la Galería de Apolo para luego contar: «Yo estuve allí». Y nada más.
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