Sol y sombra
La noche que fue
El homenaje a Silvio resucitó por unas horas a la Sevilla que prefiere el antro oscuro al reservado de una terraza
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Iniciar sesiónLas dos últimas décadas de la pasada centuria fueron prodigiosas, valga el topicazo, pero sólo en el imaginario y la educación sentimental de quienes las disfrutamos durante la juventud, la verdadera edad de la felicidad. La oferta cultural y de ocio es enorme en la ... Sevilla de hoy, al menos en comparación con aquellos años, pero esta nueva normalidad de discotecas con reservados y entradas vip para el backstage de los conciertos da a estas alturas un poquito de pereza, la verdad. En los tiempos felices de las cinco salidas a la semana, un cofrade de la Santa Hermandad de los Noctívagos acuñó una máxima: «No me gustan los bares de ganadores». Entre un cuchitril oscuro con olor a cañería y un chill-out a orillas del Guadalquivir, preferimos mil veces lo primero.
La Sala Malandar, en la calle Torneo, es un bocadito de siglo XX en esta ciudad posmoderna (y neocateta) de nuestras entretelas. Hace unos meses, disfrutamos allí de un concierto de 'Un pingüino en mi ascensor', mítica banda pop unipersonal cuyas letras rememoradas nos sumieron en el pesimismo por el rumbo desnortado de la Humanidad. ¿Cómo es posible que le dieran el Nobel de Literatura al pelmazo de Bob Dylan en vez de a José Luis Moro? Este miércoles, Andrés Herrera 'Pájaro' y su banda organizaron un homenaje a Silvio con motivo del octogésimo aniversario del nacimiento del rockero maldito, que nos recuerda con su vida (nada) ejemplar, en la línea de un José María Blanco-White o un Alejandro Sawa o un Jesús de la Rosa, hijos del agobio y de la heterodoxia, que existen muchas maneras de ser sevillano.
Silvio Fernández Melgarejo procedía de un pueblo postergado de la provincia como La Roda e hizo su vida en Los Remedios, el barrio más impersonal y menos literario –el espíritu de Manuel Ferrand sabrá perdonarme– del globo terráqueo. Sin embargo, ha dejado inmarcesibles muestras de amor a Sevilla en un puñado de canciones y unas cuantas frases para el lapidario que superan con mucho, pese a las brumas del alcoholismo y sin enlodarse en charcas esencialistas, al más inspirado de los pregoneros.
Las políticas municipales, con la actual corporación pero también con anteriores, tienden a uniformizar el ocio y los pocos garitos gamberros que van quedando pelean contra unas ordenanzas demasiado influidas por esos dueños de terrazas donde beben gratis los concejales de todo signo. De uno de esos últimos reductos para perdedores se despide hoy Marcos, que cruza el charco para encontrarse con su mamá, como el personaje homónimo de Edmondo de Amicis, pero no va de los Apeninos a los Andes, sino de la calle Feria al granero de Uruguay. A lo peor, se va hastiado porque siempre tuvo que levantar la terraza y echar la persiana en horario germánico por temor al celo de una autoridad tan implacable con el pequeño negocio como laxa con quien tiene fuerza para constituirse en lobby. Él también se marcha enamorado de Sevilla; a su manera. Fue un privilegio disfrutar de tu amistad a los dos lados de la barra, queridísimo.
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