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El valor de una pringá

Una pringá, elaborada conforme a los cánones instituidos por la tradición secular, constituye todo un monumento gastronómico

Juan Miguel Vega

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Pasó la festividad de San Martín y los cerdos que la sobrevivieron respiran aliviados. Como los inmortales de Borges, seguirán solazándose engullendo bellotas bajo la encina y el retozando en el charco... de momento. Ya vendrá otro San Martín con la guadaña para dar la ... hora del big-bang porcino; la del estallido final que esparcirá sus carnes serranas por lugares tales como museos del jamón, papelones de chacinas variadas, solomillos al whisky en Casa Pepe, salchichas del súper, tómbolas de feria o montaítos de pringá. Y he aquí, en la pringá, donde se halla, aunque de cerdos se trate, la madre del cordero. Esa pringá que es tesoro de nuestra gastronomía; pollo, ternera y cochino, un triunvirato a cuya vera palidecen el tridente de Neptuno y el trío Lalalá. La noble pringá, empero, anda de capa caída, pues desde hace tiempo sufre una intolerable desconsideración. Usted mismo puede haber dicho alguna cosa de esta laya: 'A ese futbolista lo han fichado por una pringá', aludiendo a que el futbolista en cuestión, por malo o por viejo, ha costado ná y menos. Que tan insigne exponente de nuestro acervo culinario se haya devaluado en el mercado cambiario del habla hispalense hasta convertirse en sinónimo o trasunto de baratija, bagatela o nadería constituye una ignominia, un oprobio, una afronta que ha de ser reparada cuanto antes. Recuerde el alma dormida: el hombre, a lo largo de la historia, ha podido inventar miles de cosas, pero geniales de verdad, de esas que cambian el curso de los acontecimientos, marcan un hito y dividen el tiempo entre antes y después de ellas, sólo fueron tres o cuatro: la rueda, la máquina de vapor, el microchip y... la pringá. De acuerdo que no todas las pringás están a esa altura. Yo mismo debí dar cuenta alguna vez de algo donde se amalgamaban restos óseos de aves no identificadas, pitraco al clembuterol y tocino sin afeitar, pero aquello no era una pringá. Era un burdo sucedáneo. Una pringá, elaborada conforme a los cánones instituidos por la tradición secular, constituye todo un monumento gastronómico, una oda al bolo alimenticio; ya lo de tapiñársela comporta una experiencia sensual, cuasi mística; es un deleite que roza, sin tocarlo, el pecado de la gula, cual el mordisco del ángel cernudiano. A qué viene, entonces, este desprecio.

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