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Un trompo y una guita

Vi el otro día un niño bailando el trompo. Juro que no era un fantasma

Juan Miguel Vega

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Cruzaba el pasaje del Barato, en Los Naranjos, y me sentí atrapado en un túnel del tiempo. El Barato ya es de por sí un lugar como regresado de otra época; un rescoldo del ayer. Allí, aún es aquella mañana de domingo de invierno de ... hace ya muchos años, cuando todo permanecía intacto y tu historia empezaba a escribirse. Hay algo ciertamente misterioso en esa tasca de los mil nombres: el Barato, Gilsan, La Viña... Pues resultó que allí, en el pasaje, vi el otro día un niño bailando el trompo. Juro que no era un fantasma. El trompo, de madera, como los de antiguamente, con su púa de hierro y sus tres surcos paralelos circundando la parte más ancha. Lo liaba con una cuerda que aquí nunca fue cuerda sino guita. Las tres primeras vueltas, bien apretadas; y las demás, con la presión justa, forrándolo hasta el primero o el segundo de los surcos. La guita era roja y gorda, como es de ley, con su nudo al final. No vi si de tope llevaba enhebrada una moneda con un agujero en medio, como aquellas de dos reales o cinco duros (ay, la inflación), que conocimos los más o menos viejos; la que se colocaba entre los dedos anular y meñique para que la guita no saliera disparada con trompo y lo que se tirase, en vez de un trompo, fuera una pedrá. Claro que dónde iba a encontrar ese niño una moneda de esas. También podría haber puesto un platillo machacado agujereado en el centro. Un platillo era entonces en Sevilla lo que en Madrid -y ahora también en Sevilla, para nuestra desgracia léxica- una chapa. O sea, el tapón de un botellín.

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