QUEMAR LOS DÍAS
Nos extinguimos, pero lentamente (por suerte)
Me enamoré de mi peluquería cuando identifiqué, al fondo, el tarro de Varón Dandy
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Iniciar sesiónHe tenido tres peluqueros en mi vida. A no ser que el tercero se jubile, ya no habrá un cuarto. El momento más crítico en mi relación con los peluqueros se produjo cuando, hace dos décadas, el primero lo hizo: colgó las botas del negocio ... y ningún hijo o sobrino vino a sustituirlo. Miguel, mi peluquero, había sido también peluquero de funerarias. Que pelara a los muertos es algo que provocaba cierto recelo entre determinada gente. Para mí, sin embargo, era un signo de carácter, un rasgo de personalidad. Quizá por aquella experiencia, sufrió expansiones metafísicas que finalmente lo llevaron a engrosar esa reconocible categoría, compartida por algunos profesionales de otros gremios, como el del taxi o la restauración, del profesional filósofo. Así, por ejemplo, su peluquería estaba atiborrada de frases que invitaban a pensar, frases que él mismo imprimía y regalaba como frontispicio de calendarios de vírgenes y cristos de Fournier.
Cuando se jubiló, anduve durante muchos meses absolutamente alelado, con una sensación de orfandad aguda y dolorosa: hacía mucho frío allí fuera, en las barberías modernas decoradas como discotecas, entre peluqueros disfrazados de artistas e instalados en la pamplina. Finalmente, tras muchos titubeos, caí en brazos de uno en cuyo local aún se detectaba aroma a loción de afeitar y que no se vestía de mamarracho. Pero Ángel, mi segundo peluquero, pertenecía a esa otra categoría tan propia también del gremio, compartida igualmente por determinados taxistas y camareros: el profesional tertuliano, muy de derechas para más señas, incapaz de contener su verborragia. Además, joven como era, acabó seducido por los cantos de sirena de la barbería moderna: jerseys de cuello vuelto, música chillout y agresividad comercial para intentar colocarte lacas y champús.
Cambié de distrito postal, y la mudanza me lo puso en bandeja: podía abandonar a mi segundo peluquero sin remordimientos. En este caso tuve suerte. Gracias al consejo de mi hermano, caí en la que será, ya para siempre, mi peluquería. El enamoramiento fue instantáneo, y se produjo con arrebato adolescente: al fondo del local, entre los botes de lociones, había un tarro gigante de Varón Dandy.
Al ver el bote, no pude reprimirme: qué alegría ver eso ahí, le dije. Nos miramos, y en aquella mirada había reconocimiento mutuo. El espejo reflejaba a dos animales camino de la extinción.
En la peluquería de José Antonio hay lo que siempre hubo en la de Miguel: música de radiofórmula, tertulias espontáneas de gente mayor, amabilidad, oficio y absolutamente ninguna pamplina. En realidad, lo que nunca debería de haber dejado de existir en todas las peluquerías del mundo, antes de que fueran devoradas por el esnobismo y la tontería. Es una suerte que el camino hacia la extinción sea un proceso lento.
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