el ángulo oscuro
Importante Bosé
El poeta hecho alma y carne que es Bosé volvió a estremecer la noche con sus canciones erizadas de belleza y trémula poesía, de duda y precipicio, de agua clara que sabe a hiel
Trump, salvador del doctor Sánchez
¡Abrid los ojos!

Hasta el Palacio de los Deportes de Madrid nos fuimos, para asistir al regreso de Miguel Bosé, que ha emprendido una «importante» gira por las principales ciudades españolas, tras ocho años apartado de los escenarios. Durante todo este tiempo, Bosé ha sufrido todas las ... estaciones del viacrucis, desde la pérdida de la madre amada –como siete cuchillos apuñalando su corazón– a la recomposición de su voz hecha añicos, pasando por el oprobio público decretado contra él por la chusma sistémica. Quienes hemos seguido de cerca, como gustosos cirineos, el viacrucis de Bosé, brindándole nuestro hombro en las caídas, temíamos que llegara a quebrarse. Pero Bosé apareció en el escenario del Palacio de los Deportes resucitado y radiante, con las llagas de sus heridas –todavía en carne viva– amorosamente transfiguradas, para brindar al gentío allí reunido su arte en vilo, que ya se ha subido a las atalayas desde las que se avizora la vejez y, sin embargo, sigue fresco como el primer día.
Fue una noche gloriosa, con aquel gentío innumerable saciándose a gargantas llenas, después de tantos años al borde de la pérdida de toda esperanza. El poeta hecho alma y carne que es Bosé volvió a estremecer la noche con sus canciones erizadas de belleza y trémula poesía, de duda y precipicio, de agua clara que sabe a hiel. Las cantó con una intensidad nueva, con mayor desgarro que nunca, despojadas de artificio, como una flor de lamento que su público arrullaba amorosamente y alzaba en volandas, para tornarlas exultantes, bordadas de lágrimas que no cabían en sí de gozo, que volaban hasta las negruras de la noche y volvían bautizadas de una luz nueva. Estaba deslumbrante Bosé, ataviado primero de novia nada marchita, después de llama o de herida, por último de sol que desafiaba la adversidad y se reía de ella, pletórico de ese Amor que corre la sangre y te recorre, haciéndote inmune al dolor. A Bosé, allá en la juventud esplendorosa, quisieron matarlo con rumores de enfermedades sórdidas; y en la madurez vapuleada de sinsabores quisieron rematarlo con el veneno del desprestigio, de la burla cruel, del ostracismo más ensañado, en una ceremonia de canibalismo digna de la España más filistea y cainita. Pero en el Palacio de los Deportes Bosé emergió, golondrina pálida, para volar otra vez, con un brío y una entrega admirables. Lo esperábamos con el vuelo herido y sin saber adónde ir, con la rabia cansada de andar; y nos sorprendió a todos con un amor inmenso y sin herida que no hacía preguntas, que no hacía reproches, que sólo quería ofrendarse por todos los que allí estábamos, en aquella intimidad de multitudes, en aquella multitud de intimidades, a solas con él, recogidos todos con él en su nido, alzados todos con él en su vuelo, lavados todos con él de castigos antiguos.
En una de sus mejores canciones (¡pero son tantas!), Bosé clama: «Dios de Dios, vivo sin saber de ti». Pero en el Palacio de los Deportes, Bosé estaba rebosante de Dios, de vida, de amor, de belleza; era un artista redimido en la expresión más plena de la palabra. Me acordé entonces de aquellas palabras imperecederas de Oscar Wilde en su 'De profundis': «Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte». El dolor, en efecto, es una parte constitutiva de la existencia humana que, bien aprovechada, puede convertirse en origen de todo lo bueno, verdadero y bello que somos capaces de realizar. Bosé, como Wilde, fue ese genio hedonista y elegante al que un día empezaron a execrar quienes antaño lo habían endiosado, queriendo convertirlo en un paria, en un apestado, en un maldito, obligándolo a apurar el cáliz del sufrimiento hasta las heces. Y Bosé, como Wilde, descubrió entonces, en medio del sufrimiento, que contaba con un depósito de Amor que podía transmutar en Arte sanador. Bosé agradeció al gentío que lo acompañaba en el Palacio de los Deportes su perseverancia de décadas, su «lealtad como el granito» –esas fueron sus palabras– que se había mantenido firme en los momentos difíciles. En realidad, esa lealtad como el granito se hizo, mientras los miserables y los infames lo despellejaban, dura como el diamante, porque Bosé probó entonces el valor del artista auténtico, capaz de decir las palabras inconvenientes, impertinentes, intempestivas que el artistilla de chichinabo no tiene cojones para musitar siquiera; palabras que Bose, con unos huevos como el caballo de Zumalacárregui, gritó al mundo sin rebozo.
Y lo hizo sabiendo que el destino del profeta es el castigo; pero a Bosé lo acompaña un Dios que sabe cómo salir de la tumba, y también cómo sacar de la tumba a quienes lo acompañan. Bosé ha sobrevivido a quienes han querido matarlo, literal o figuradamente, y ha resucitado revestido de su arte, con una fuerza y una determinación que todavía están dispuestas a ofrecernos muchas sorpresas. Lo acompaña un público leal como el granito, que es el tesoro mayor del artista; un público al que se la sudan los ladridos y las dentelladas de la chusma sistémica, porque conoce al artista al que ama, porque agradece su inmolación y nunca va a dejarse envenenar por las intoxicaciones de Caín. Ese público que se carcajea y se limpia el culo con todos los libelos y difamaciones que la chusma sistémica ha lanzado contra Bosé fue muy feliz la noche pasada en Madrid, como volverá a serlo hoy en Sevilla. ¡Qué suerte tan grande tienen los sevillanos, que esta noche podrán cantar al lado de Bosé, mientras brilla la media luna y la navaja acecha: «¡Y al alba blanca le cantaré / lo que yo te amé, Sevilla!».
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