lente de aumento
Una Vuelta a lo peor de nosotros
La condena de la brutalidad israelí contra la población gazatí parece otra vez, como siempre, una operación de blanqueo del terrorismo
Zapatero, vocero de tiranos
Una opa al fuego
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Iniciar sesiónLo tengo grabado. Como una hiedra de rabia enredada en la garganta. Un nudo de incomprensión que no se ha deshecho con los años. La certeza de que ese día, ese maldito 11 de marzo de 2004, fue la primera vez que sentí que este país ... , el mío, era una mierda. Claro que no por las bombas, los trenes reventados, los cuerpos despedazados en los vagones aquella terrible mañana en el Madrid que se desperezaba camino del curro. Fue por los cabestros que, sin asomo de piedad ni dignidad, prefirieron señalar con el dedo a su propio país antes que mirar de frente a los asesinos. Esa forma miserable de insinuar que la culpa no era de unos fanáticos islamistas dementes, sino el estipendio sangriento de nuestra relación con Estados Unidos. Como si los muertos se los hubiera buscado España por su política exterior. Como si los inocentes merecieran ese final por un pecado geopolítico.
Recuerdo estar en la redacción del periódico, repasando las imágenes del horror. Tenía que montar con mis compañeros las páginas de un suplemento sobre los atentados, contar lo incomprensible, mostrar el horror de una matanza que segó 193 vidas y dejó 2.000 heridos. Y sin embargo, lo que más me turbaba no era la sangre, ni los hierros retorcidos, ni las mochilas-bomba. Era otra imagen: la de una muchedumbre que no lloraba, sino que gritaba. Que no se dolía, sino que acusaba. Que no pedía justicia, sino revancha política.
No eran pocos. Y no estaban solos. Había quien los azuzaba, con un objetivo transparente: torcer el resultado de unas elecciones. Y lo consiguieron. Pero lo verdaderamente obsceno fue el subtexto: nos está bien empleado. Esa frase nunca dicha pero que flotaba en el aire como un gas tóxico. Como si los muertos fueran culpables. Como si en el fondo lo merecieran, nos lo mereciéramos.
Esa forma retorcida de indignación es lo que aún hoy, veinte años después, me revuelve las entrañas. Porque la veo repetirse. La he vuelto a ver en los que boicotean la Vuelta a España. La legítima condena a los crímenes de Israel contra la población gazatí no puede, no debe, servir de excusa para blanquear a los fanáticos de Hamás. Y sin embargo se hace. Se tolera. Se justifica. Y, lo que es peor: se insinúa, otra vez, que las víctimas algo habrán hecho, algo provocaron, algo merecieron. Que el 7 de octubre de 2023, como el 11 de marzo de hace 21 años, y hoy y siempre con los miserables etarras y sus cofrades, la culpa es compartida. Y no. Eso nunca. Ni entonces ni ahora. No hay explicación que justifique la masacre de inocentes. No hay contexto que exonere al fanatismo.
Y si alguna vez volvemos a caer en esa trampa, en esa narrativa abyecta, será la prueba definitiva de que no hemos aprendido nada. Por inexcusable convicción o por mercantilista inducción política, seremos tan mierdas como parecemos, en un 'ongi etorri' perpetuo donde confraternizamos con los verdugos mientras arrumbamos a las víctimas.
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