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Macron: la perfección enigmática

El alumno impecable y exitoso hombre de negocios será el hombre más joven en ocupar el Elíseo

Emmanuel Macron durante uno de los debates televisivos entre candidatos AFP
Gabriel Albiac

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Un joven tan perfecto… Es el título de la biografía que de Emmanuel Macron publicaba, hace unos meses, la periodista Anne Fulda : «Emmanuel Macron, un jeune homme si parfait». Y cuya lectura, todo sea dicho, resulta tan estomagante como su título. Admirativa y cursi. Fundamentalmente engañosa, por tanto . Y hasta puede que la biógrafa haya pensado estar haciendo un elogio del biografiado cuando suelta esta melonada acerca de la ciega pasión de Macron hacia su esposa: «Con Brigitte es la adoración… Ya puedes desnudarle delante a Laetitia Casta , que ni la vería».

En torno a Emmanuel Macron se ha tejido un decorado de mitologías. Más allá de cuyos arquetípicos relatos, la realidad es que casi nada sabemos de un personaje invisible tras sus máscaras . De un personaje que no es, de momento, más que el catálogo de sus máscaras.

Un hombre joven. A partir de esta noche, el presidente más joven de la República Francesa : 39 años. Un triunfador vertiginoso. En lo académico primero, en el alto funcionariado y en la gestión privada. En lo económico: millonario instantáneo, merced a su portentosa actuación en la Banca Rothschild . Repescado para la política , tras vagos y lejanos coqueteos estudiantiles, por un François Hollande que, después de colocarlo en el puesto de confianza de Secretario General Adjunto de la República entre 2012 y 2014, ve la ocasión de hacer uso de él para golpear a sus adversarios de la izquierda socialista y recomponer el desastre económico generado, bajo el ministerio de un Arnaud Montebourg que pretendía aplicar con literalidad el programa electoral del PS. La eficacia con que Macron acomete ese vuelco en la política económica le acarreará el odio innegociable del aparato socialista, bajo la jefatura de Martine Aubry , que, tras la primera vuelta de las presidenciales, proclamará que «votar a Macron estaba por encima de sus fuerzas», aunque lo haría, finalmente, solo como legítima autodefensa frente a Le Pen .

Ahí, como ministro liberal de economía en un gobierno socialista, es donde la opinión pública descubre a aquel joven protegido que había sido presentado a Hollande en 2008 por Jacques Attali . En ese temprano triunfador, el presidente, que se sabe ya condenado a muerte por su propio partido, ve la ocasión de una doble jugada maestra. Primero, Macron es investido con todos los poderes para liberalizar una economía asfixiada bajo su peso proteccionista y funcionarial. Segundo, Hollande maquina en torno a él , una operación de gran aparatchik: liquidar al partido que a él le ha liquidado, puenteando la sucesión mediante un hombre al cual nadie en el partido parece tomar en cuenta , un hombre que, no sólo no pertenece al partido, sino que se halla inmerso en la tarea fantasiosa de montar un movimiento a su medida propia.

Emmanuel Macron es, ante todo, un hijo del sistema de formación de las élites francesas . Ese tesoro de la República, teorizado desde 1789 por Condorcet como la forja de una «aristocracia republicana» que se asiente, no sobre la sangre, sino sobre la inteligencia. Alumno superdotado en todos los niveles, el joven Macron pasa de los jesuitas de Amiens al liceo Henri IV, esa plataforma hacia las grandes escuelas, a espaldas del Panteón. Fracasa, sin embargo, por dos veces, en su intento de admisión en la Escuela Normal Superior de la rue d’Ulm y debe conformarse con obtener una titulación de filosofía en la Universidad de Nanterre y diplomarse en el Instituto de Estudios Políticos de París en 2001. Sólo entonces logrará, al fin, dar el salto a la Escuela Nacional de Administración. Y, con ella a la élite republicana, en 2004. Y su inmediata integración en la Inspección de Finanzas. El siguiente escalón será hacerse rico en la actividad privada . Eso le dará manos libres para entrar por la puerta grande en la política, bajo la guía de Hollande, tras haberlo intentado primero con Strauss-Kahn .

Paradójicamente, el hombre que esta noche ganará las presidenciales francesas es, en lo esencial, un desconocido. Ese personaje enigmático, del cual Michel Houellebecq escribía, hace unos meses, que le resultaba tan insondable como los autómatas de Blade Runner: «es un tío raro, uno no sabe de dónde viene, tiene pinta de mutante…, pero produce una cierta fascinación». Tanto como para, al cabo, terminar por ver en él la salida a una Francia que gira en círculo: una especie de «terapia de grupo», la apuesta por el hombre invisible, frente a los demasiado visibles dinosaurios del bipartidismo .

El enigma personal de Macron se desdobla y multiplica en lo político. El sistema francés separa electoralmente Presidencia y Parlamento. A los cuales fuerza, en caso de no coincidir políticamente, a un delicado equilibrio de fuerzas que recibe el nombre de «cohabitación» y que, hasta ahora, ha funcionado sobre el principio de que el presidente ¬–cuyos poderes ejecutivos son altísimos– nombre primer ministro a un diputado de la oposición. Pero, hasta ahora, eso había sucedido siempre en el interior del «Frente Republicano», ese juego cerrado entre las dos grandes fuerzas turnantes. Ahora, destruidos el PS y los conservadores, el «Frente Republicano» no es mucho más que una fantasmagoría . Y sobre Macron caerá, a partir de las elecciones legislativas de junio, la pesada responsabilidad de poner en funcionamiento un mecanismo por completo nuevo . Nadie sabe cómo.

Tales son las tareas desmesuradas de ese «joven tan perfecto» que los franceses han llevado al Elíseo .

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